Opinión

Orégano

Qué guapa estabas subiendo por la calle del agua. Tú ibas a lo tuyo y yo me crucé, a lo mío, en aquel 127 blanco. No te había visto jamás. Nadie me había hablado de ti. El mundo llevaba rodando treinta años para mí y tú no pasarías de los veinte. No te parezca mal pero el mundo que yo conocía, y creía saberlo todo, no contaba contigo. Y no me parecía mal. Cómo podría suponer que ibas a aparecer tú como si fueses un tres de oros inesperado. Puesto que aún no estabas yo me echaba las cuentas del futuro sin pensar en esa carta estupenda que me permitiría ganar la partida. 

Verte y hablarte. Me dije lo muy estupendo que sería verte. Lo intenté, entonces, pero era dificilísimo porque eres transparente, no sé si lo sabes. Mirarte es como penetrar en esa fase del sueño en la que volamos y luego casi nos caemos. Y me dije lo magnífico que sería hablarte suponiendo que ahí tendría yo una baza innegable. Acostumbrado a discursear, conferenciar, hablar a chorros, tal vez enseñar, lo tendría verdaderamente fácil. Pero no, el gato se me comió la lengua y lo más que puede decirte fue “hola”. Sonreíste y me rompiste por dentro. Yo no sabía que era tan blando.
Y ya han pasado treinta y seis años. Increíble, oye. Cuando el otro día al arrancar esa hoja llena del calor de agosto vi un círculo rojo con el que marcabas ese cinco de septiembre, no me di cuenta y pensé que sería tu cita con la peluquera o el día de yo que sé. Después tomándome un café en el bar casi rompo el pocillo al percatarme de la fecha. Mira que soy bobo. Después te hablé, con naturalidad, como quien no quiere la cosa, sobre la fecha para convenir la celebración más chula del mundo. Fardé de ser muy detallista. Ya ves. La verdad es que eres la pieza esencial de mi puzle y que sin ti no me sería fácil conjugar este mundo sorprendente.

Mientras tanto puedo hacer las sumas de tantos despertares bonitos y de tantos atardeceres con el sol ahogándose detrás de la línea del horizonte. Puedo sumar, a Dios gracias, esas conversaciones interminables sobre nuestros hijos, luego sobre su adolescencia, luego sobre su futuro como si tuviésemos en nuestras manos, y no lo tenemos, el devenir del mundo. Puedo sumar sobre todo tus risas. Y si llegué algún día, que no recuerdo, algo triste o preocupado, de inmediato me leíste por dentro y verbalizaste no cualquier cosa sino lo que precisaba oír. No me extraña que te quiera la gente. No todo el monte es orégano pero tú haces que todo sea más fácil cuando posas los ojos sobre cualquier problema. Es esa sensación de que se posa aquel gorrión al lado de la albahaca del huerto.

Tendría que haber llamado a la redacción del periódico para escribirte un artículo mucho más largo de los tres mil doscientos caracteres, pero, ya ves, no lo he hecho. Me conformo con esconderlo debajo del diccionario de Psicología para que cuando se publique y te tropieces con él, vayas y digas: “pero… bueno… qué vergüenza”. A las chicas os pasa eso, que el pudor se os pone sobre los hombros y preferís, tú lo haces, la sonoridad del silencio.

Valga también esto que escribo, y con su permiso, para todos aquellos que cumplieron años de pareja y les quisieron decir… por lo menos esto.
Cordialmente tuyo.

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