Opinión

El pensamiento de Sócrates

A veces me pregunto qué pensarán de los humanos, esos animales domésticos que nos observan, a diario.

El pedáneo explicó, en el Concejo, que deberíamos nombrar un sabio. Supongamos que viene un grupo numeroso y quiere saber la historia de la aldea, las guerras que aquí ocurrieron en la Edad Media, la terrible leyenda de la fuente de los tres caños…y todo eso. ¿Quién podría explicárselo? A ver ¿Quién? Pues eso. 

Y claro, ha salido elegido mi primo. Raimundo se lleva la vacada, como no, a ese prado abundoso en orégano, romero y ajedrea, que queda allí arriba al lado del trasformador de luz de esa compañía italiana. Ese, ese que sube y luego baja y luego se extiende por el camino lleno de agua. Allí entrena. Entrena a hablar como un sabio del CSIC. Tose un poco. Y así se pasa la mañana o la tarde o un par de horas cuando la luz ya no deja ver casi nada. 

Y es que en mi pueblo los veranos somos muchísima gente, a lo menos seis o siete. Alguna tropa se tropieza con nuestro pueblo casualmente. La chica del Pestañas, sí esa que es tan despabilada, para que no se aburran les diseña unos itinerarios ecológicos con visitas a una playa, fluvial claro, que llaman “la de la Charca”, o a las colmenas en las que las laboriosas abejas elaboran una miel silvestre, con sabor afrutado, ajonjolí, cáñamo y pasas.

Como funciona mucho el boca a boca, se programan excursiones de alta montaña y aquí se vienen a visitar a mi primo, al que consideran un sabio, un conocedor de cultura antigua, de análisis de las cabañuelas y otras zarandajas. Ahora, él se lo ha creído, y se comporta como quien tiene mucha prosapia. Si le preguntan algo no contesta al instante, sino que como él explica…se concentra. Mira, observa, medita, coloca un dedo sosteniendo la barbilla.

Entonces la gente cavila: este Raimundo es un sabio y está meditando. Luego, tal vez mañana, o cuando le da la gana, se acerca al que preguntaba y le suelta una contestación de perogrullo. Como no se le entiende nada y la gente de la ciudad se lo sabe casi todo y a veces nada de nada, le escuchan sin respirar y le atienden como a un sofista de aquellos antiguos que casi todo lo adivinaban.

Enterada la prensa, duda, titubea, desconfía y muy desvergonzada va e informa: Pues… ¡vaya requilorio! éste ni es un sabio, ni nada.

Pero él no se ofusca, sabe que de él depende el honor de nuestra especie y recapacita, es verdad que un tanto cabizbajo, y se reanima tomándose un ponche de huevo y vino y un montón de azúcar de caña. 

Como le hacen preguntas sobre las plantas, su hija le ha comprado un libro de Fitoterapia. Y también ahí muestra la sapiencia concentrada.

-¿Cómo se llama esta planta amarilla? Pregunta la señora del jersey a rayas.

-Pues es la genciana amarilla. Muy digestiva. También antiinflamatoria y antialérgica.

-¿Y aquella grisácea? Dice la otra señora, la que tiene un lagarto pintado en la saya.

-Es el Gordolobo, muy útil como antitusígena. Después se echa una carrerilla y menciona seguidas la cicatrizante milenrama, el árnica que vale para todo, las acedas y los azulados arándanos que cuelgan a sus anchas.

Sócrates, el perro de mi primo, tumbado a la sombra, nos mira socarrón con sus ojos dislocados y piensa: tontos sí que son los humanos, pero se consideran todos listos, cultos e ilustrados. 

En esta aldea siete son. Ya se sabe… los siete sabios.

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