Opinión

Qué miedo... un fantasma

Eran las tres y cuarto de la mañana. A la luz de mi pequeña linterna los objetos de la habitación eran primero pequeños y luego, proyectada su sombra, verdaderamente enormes. Encendí con aquellos mixtos la pequeña vela que guardaba, hasta entonces, en el cajón de la mesita de noche. En ese momento las sombras comenzaron a bailar al son de la llama arrastrándose por las paredes como fantasmas volubles.

Menos mal que era verano. En esa estación posiblemente por la fuerza de tantas horas de luz, los espantajos son menos. No existe mucha literatura sobre apariciones de espíritus en época estival. Posiblemente porque ellos también cogerán sus vacaciones y se irán a meter miedo a las playas simulando rabos de tiburones, olas de seis metros o más…

Sea como fuere, me tranquilicé superando aquel ambiente que se estaba gestando a mi alrededor, por fuerza de mi ínclito miedo a lo desconocido. A lo mejor no era para menos ya que el hombre que se sentó, sin pedir permiso, en el borde derecho de mi cama, tosió un par de veces. No era una tos de esas que llaman los médicos “seca” por no llevar a la expectoración, sino que aparentaba ser una tos “productiva” con deglución de la mucosidad.

Eso es de tanto fumar le dije al lémur que, con tanta desfachatez, se había apropiado de mi camastro sin mi permiso. No respondió, pero se echó hacia el cogote la capucha y me miró con esas cuencas de ojos que ya sabéis poseen los aparecidos. No tenía ojos grandes o pequeños. Simplemente no los tenía o los había sustituido por unas sombras a las que no llegaba la luz de mi velita amarilla.

Es la mejor forma de superar los miedos. Me había enseñado mi padre, cuando era yo un mozalbete, que hay que afrontar lo sea, fuere lo que fuere, con decisión y sin acobardarse. Aún recuerdo cómo me iba explicando el procedimiento y cómo al acabar se tomaba un buen vaso de vino del Ribeiro, a modo de firma de tanto esfuerzo educativo.

Al verme tan entero se admiró el espíritu y le pareció mal. Me dijo que eso no solía pasarle. Que sabía de lo que hablaba. Que cuando cada noche entraba en la casa que le daba la gana y se le subía a la barba de cualquier ciudadano o a la chepa de cualesquiera ciudadanas, sabía que comenzaban a dar vueltas en la cama, a tener sudores, a asustarse, a abrir la ventana de par en par y a encender la luz. Digo la luz y digo mal, porque él decía luces. Claro, se referiría a la luz del cuarto de baño, a la luz de la salita, a la luz del pasillo y hasta a la luz que tenían bajo la escalera para las escobas. Que digo yo para qué querrán éstas una luz si son tan limpias y amañadas.

Vamos… que le fastidiaba que si todo el mundo se asustaba a las tres de la mañana cuando él llegaba, yo, en cambio, me pasaba las visiones por donde se sujetaba el pijama. Eso propició que nos pusiéramos, mano a mano, a dialogar sobre ese problema que nos afectaba a ambos. A él por ser el mete-miedos y a mí por ser el más embustero de los opinadores de prensa, del domingo por la mañana.

Hablando, hablando se fue pasando el tiempo y entró un discreto rayo de luz que, como en las películas de cine negro, cayó sobre la colcha de mi cama. Fue cuando descubrí el secreto de aquella noche en la que yo fui tan valiente que llegué incluso, a meter baza en la triste historia de aquella, llamémosle ánima, que se entrevistó conmigo sin apenas decir nada.

Bobo, mi setter, había entrado en mi habitación y dormía como un perro, tan campante, en la esquina de mi camastro, al que se había subido y yo no lo supuse, a eso de… las tres y cuarto de la mañana.

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