Opinión

Secreto de cocina

Hoy, esta mañana, se acercó a mí un joven con barba de juglar, flaco de carnes y con una sonrisa franca. Inmediatamente le reconocí, porque de los alumnos no guardo sus nombres ni los apellidos sino esa chispa de ingenio y esa pizca de bondad que pintan para siempre en su fisonomía. De repente saltó a mi mente aquel niño que conocí. Para él y sus cinco hermanos aquel fue un tiempo doloroso en el que sufrieron el abandono de la casa.

No hace muchas fechas he escrito una serie de aquella época en la que inicié la andadura de maestro de aldea. Me gusta, y se me nota, que escribo con placer sobre ese tiempo en el que enseñar las palabras era una hermosa ingeniería. Tomaba la palabra que fuere, la mostraba y la lanzaba como el trigo centeno sobre aquellas cabezas. Y la palabra crecía y se multiplicaba y luego ocupaba los cuadernos de los dictados o incluso aquellas cartas que iban y venían, como palomas mensajeras casi cuadradas.

Permitidme el recuerdo de este joven, entonces un niño de Primaria de no más de ocho años, que se echó a las espaldas el ser el mayor y hacer de padre y madre en aquel mundo sin muchas trazas. Recuerdo con afecto cómo tuvieron todas las madres y todos los padres que les adoptaron como lo hacen en un pueblo pequeño, sin papeleos ni zarandajas. Todos se turnaban a darles el cariño que les hacía falta.

Un día se acercó el chico y seguro que para agradecerme lo que yo humildemente les ayudaba, me invitó a comer a su casa:

-Véngase a comer a muestra casa. -Me escusé como pude porque no quería resultarles gravoso a quienes apenas tenían nada.

Entonces, me miró con esos ojos, que aún conserva este chico que os cuento, de la barba y me dijo:

-Ya sé cocinar una tortilla francesa, unas patatas cocidas, unas habas de esas marrones con pintas blancas …

Y allí me fui un domingo a las doce de la mañana. Aquel huevo frito chisporroteaba y olía mucho mejor que aquellos que me hacían en Teruel o en Villalba. Luego le pusieron unas hojas de escarola, un trocito de queso de tetilla y unas nueces ya rotas y bien picadas.

Me miraban con sus ojos, aquellos que les regaló su madre, azules y con largas pestañas. Y me decían a coro: “Es un huevo frito con puntilla ¿Le gusta señor maestro? ¿Está rica la ensalada?”

Y yo… qué iba yo a decirles, sino que estaba muy rica mientras me bajaba una lágrima corriendo por el pómulo, como lo hace el agua que se desborda en la planicie de este pueblo lleno de gente corriente que, sin mayores espavientos, se pone a amar y ama. La hermosa gente. Pura esperanza.

-¿Y… ahora qué haces? -Pregunté por saber lo que guarda el destino para los chicos y las chicas que tan mal lo pasan. Ni me tuvo que contestar, pues el director del banco, donde me encontraba, le preguntaba cómo resolver aquello y lo otro a este ingeniero superior de informática. 

Imagino a aquellos chicas y chicos de los que hablo, ahora pasado el tiempo, poniéndole pimienta, mostaza y cebolla tostadita a cada tramo de su vida privada. Y me alegro tanto de haber compartido aquel comedor en el que me ofrecieron un huevo frito con puntilla, espolvoreado con simpatía. Un lujo para quienes creemos que la solidaridad en cualquier situación de la vida, es el verdadero secreto de cocina.

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