Opinión

Señora del miedo

Aesta hora en la que escribo se oye rodar la luna. Viene arrastrándose desde no sé dónde y se nos coloca encima.

Abajo estamos esperando los creyentes como unos niños que suspenden todo en el colegio de la vida. Porque… ¿a quién se le ocurre creer que un muerto resucita? ¿Quién puede creer que la Virgen bendita es una señora bajita de esas en zapatillas, que apenas sin tener nada, va y se pone a repartirlo todo con las vecinas?

Pero claro, suponte que no crees en estas tonterías y te escudas siempre diciendo que son puras fantasías. Suponte que de pronto tu corazón, cansado, va navegando, hacia la otra orilla. Supón también que eso que te preocupa puede tener solución hablando con la Señora de la capilla, mientras con esos ojazos se pone a mirarte y te mira. 

Me tomo la libertad de entender el Monte Medo como un símbolo del miedo. A lo desconocido, provocando en nosotros, hacia los extranjeros, el recelo, la xenofobia, la manía. A la soledad del día a día de los ancianos, a precipitarnos huérfanos, yermos, despoblados de los amigos… al vacío negro de la memoria perdida. A la muerte que más pronto o más tarde nos perseguirá impertinente arrebatándonos la risa.

El miedo se expande como ese puñado de niebla que inesperadamente corretea por las calles de la ciudad. El miedo, ese monstruo que nos sale en cada esquina de la vida, dice el predicador, podemos detenerlo acudiendo a María, la madre que se nos dio para recordarnos aquello que escribió Isaías:

-Porque el Señor dice: “No tengas miedo, que estoy contigo. Yo te conozco y sé tu nombre. Yo te he redimido”.

Las nubes no lo son, sino palomas blancas que se posan en las vegas y regadíos de Froufe o Maceda o La Limia. Vienen de todas partes a ver a la Mamá María. Mientras, atraviesan caminando, van rezando avemarías por entre los sembrados, y convierten la esperanza y la fe… en pan de broa, y rosquillas bendecidas.

Mañana el predicador saldrá a su balcón y dirá la misa. Y la gente arremolinada, buscará con estupor y fervor a esa Virgen, casi una chica, que, como secretaria del cielo, va apuntando, con primor, cada vela, cada exvoto de cera, cada oración de rodillas, en un papelito que tiene guardado en un cajón, no en el santuario grande sino en la capillita. 

Me gusta caminar los sitios, los vendedores de pilas, los del pan centeno, de camisas de lino, de bolsos para señoras que son casi iguales a los de mi vecina, la que con tanto dinero se lo compra todo y todo en una calle de París o en la misma Sevilla. Me ofrecen cacharros que no preciso y termino comprando yo qué sé: una botella de orujo, un casco viejo de una guerra que no existía o un pañuelo de seda con un lagarto pintado y una lagartija.

Dos caballos patean la explanada, espléndidos, muy altos, con dos guardias que los guían. El caballo tordo va y relincha y se monta un guirigay de pulpo, de carne con ajo y pimentón rojo y también de chuletitas. Y me ofrece, con afecto un africano, un transistor antiguo, una alfombra mágica, una catana de plástico, un cuadro y cuatro naderías.

A esta hora que escribo ya se ha traspuesto la luna y rueda con sus pies descalzos… Que no quiere despertar a la Señora de los Milagros, que de tanto darnos cariños, pobrecita, se ha quedado dormida.

Te puede interesar