Opinión

Swing

Me gustan las ventanas de una casa vieja. Ni doble cristal, ni aluminio. Simplemente madera y un viejo vidrio. Si me gustan es, sobre todo, porque el otoño viene a hablar conmigo. Viene la lluvia que musita un léxico de agua, un tintineo chiquito y observo cómo caen lánguidas sus palabras y hacen mil filigranas para derramarse por la contraventana y dormirse en el alero. Mientras caminan, de puntillas, ya digo, me cuentan las historias que luego escribo.

También el viento se pone a empujar las vidrieras. A ellas, asomadas imagino a quienes allí vivieron, a sus fantasmas, que en otro tiempo soñaron y pintaron con vaho el nombre de sus amores o de los príncipes encantados que traían los viejos calendarios de pared, con sus caballos y sus espadas.

El viento, ese mismo que describo empujando con sus manos transparentes, también me susurra. Las palabras del viento son de las hadas viejas que se tapan con echarpes, sombreros puntiagudos y nostalgias. Se me acercan y se agachan y me cuentan a los oídos todos los verbos, los adjetivos, los artículos y los sinónimos de las palabras. Y me pongo a copiar lo que me dicen sin cambiar nada.

El aire se rasca contra los álamos blancos y dice palabrotas silbando, es verdad, pero al pasar a mi lado baja la voz y sólo farfulla, y a lo más hace un bisbiseo y me cuenta en secreto una de esas historias increíbles que me publican. A veces son historias tristes y espachurradas, otras divertidas y camufladas con humor negro, otras emocionantes,… creativas, pero siempre, os lo prometo, llegan a mis oídos como susurros suaves o rústicos, como ese viento de octubre o noviembre que acaricia, sin permiso, mis pudorosas plantas.

Balbucean las hojas cuando caen amarillas y rancias. Las ortigas verdes… las castañas amarronadas, las futas dulces, las uvas pardas que devienen en ese vino ni tinto ni blanco que me sabe a piel de naranjas. La naturaleza habla despacio vocalizando con sordina el sol de la mañana y esa niebla fina que se esconde y se difumina. Este otoño respira y camina, silente, sosegado, entre las acacias. 

Pronto, muy pronto comenzarán las heladas y harán cristales de juguete que colgarán de los tejados desde los que se suicidará el agua que haya llorado el cielo. Y guardaré las manos en los bolsillos de esta bata y encontraré, casualmente, un pequeño lápiz con el que escribiré un poema de otoño. Entonces se producirá la magia de contar tu nombre con un montón de besos pequeños y un silencio de corchea. 

Porque tu nombre es cálido como la manta con la que me tapo para ver contigo esa película antigua, con actores antiguos, que saben decir sin precipitarse esas cosas extraordinarias: “Casablanca”, o “Siempre nos quedará París”, o “Amar significa no tener que decir nunca ‘lo siento”. 

Ahora mismo, se levanta inesperado otro viento impertinente, y se convierte en un aire gamberro. Y da manotazos a la veleta. Y nos tapamos más. Y se vuelve hierático y tonto como si ya fuese invierno. Qué pena… Se pone a hacer ruido para romper tu poema.

Pero sabes qué te digo: Que aun así será nuestro otoño, ese tiempo en el que, no siempre, susurra el viento y se escucha un swing de saxo y guitarra eléctrica. 

Pues eso…

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