Opinión

Un retrato al óleo

Despertó fatigado. Aquel susto de la tarde anterior aún pervivía entre sus cejas.

Bajó a desayunar y aunque era la hora apropiada no vio a nadie en el antiguo comedor ni en la cocina. Sobre la cómoda había una nota escrita a mano y dirigida al señor Gerard. En un primer momento no la reconoció como suya, ya fuese por el despiste que produce la mañana o porque no acababa de aceptar el vivir con una doble personalidad: aquella real y aquella otra que se empeñaban en otorgarle. La nota era escueta: “Sírvase usted mismo”.

No le pareció mal. Calentó un poco de leche en el microondas y la asustó con un chorro largo de café frío. Después del primer sorbo vio cómo un par de mujeres jóvenes se iban acomodando.

Se quedó un poco más del tiempo habitual en el comedor y una vez sólo, y a sabiendas del daño que le haría, sacó del bolsillo derecho del pantalón un paquete de tabaco. El humo que se extendió a retales, a veces golpeaba con suavidad los antiguos cuadros de naturaleza muerta y otras se empeñaba en provocarle una tos seca.

El par de pececillos que se estiraban lo mejor que podían en aquella pecera, le miraron de manera displicente y bostezaron, como suelen hacer por costumbre.

-¿Qué es lo que me está pasando?- se dijo a sí mismo. El mundo hasta ahora era una línea recta con pequeñas complicaciones.

También la recepcionista del hotel se hacía preguntas, pero tenemos la sensación de que tenía respuestas de las que nosotros carecemos. La relación entre Boris y ella era un tanto complicada. Puede que compleja. Nuestro protagonista le recordaba a su padre: atildado, entrado en los setenta y con las manos grandes. Eso ya era suficiente. Ella había deseado siempre ser una química profesional. En la universidad había demostrado sus grandes dotes y había actuado como colaboradora de los mejores catedráticos. El futuro desde aquella perspectiva tendría que ser maravilloso. Pero...todo se le vino abajo. Aquel, al que para sus adentros recordaba resabiada le había roto el futuro. Habían regentado aquel hotel ya tres generaciones de hombres. Al no tener hijos varones le exigió que fuese ella la que llevase adelante aquel negocio. Ella aceptó sumisa aquel ingrato sacrificio. Su padre, hombre de prestigio, nunca se lo agradeció sino dejándola empantanada con este anticuado hotel del XIX.

Opinaba, nuestro personaje, que la ornamentación reflejaba aquel alambicado mundo de la generación del 98 o aquel Modernismo atento a las sensaciones nuevas, frágiles, rápidas y extravagantes. Como ese día tenía tanto tiempo, se puso a mirar detenida, detalladamente, aquella galería de grandes retratos al óleo expuestos sobre las paredes empapeladas de tela sueca.

Los personajes le iban siguiendo con la mirada, cosa normal en esa técnica del retrato. Cada uno conservaba en un letrerito dorado el nombre del retratado. Uno de ellos le llamó la atención pues su epígrafe aparecía rayado, sin duda para ocultarlo. No tardó en resolver el enigma: Pese a todo pudo leer “Señor Gerard”.

Le provocó... desasosiego. ¡De ahí procedía su inexplicado e inquietante nombre!

Aún conservaba ese hombre del cuadro la mirada que se les queda a los muertos.

(Capítulo 11 de Paso Stelvio. Continuará).

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