Opinión

Usted no sabe quién soy yo

Alguien va y te pregunta: ¿Y usted quién es? Entonces le explicas: Yo fui el cobrador, el carnicero, el profesor, el artista que un día extravió el color, el cazador de gamusinos, el que daba patadas a un balón… Y dejarás, entonces, estupefacto al interlocutor que te había preguntado no por lo que fuiste, que eso no le interesa, no señor, sino por lo que eres ahora. Una piltrafa con gafas de cerca y de lejos, un bastón, y una pregunta que se queda en el aire sin contestación. El entrevistador nos dirá, entonces: “usted se ha equivocado de piso, señor, usted aquí ya no vive, tal vez… nunca vivió”.

Por ello vas y concluyes: “a lo mejor no soy nada y nunca fui nada”. Y esa nada es mi verdadero yo. 

No soy aquel niño, que aprendió cosas para cuando fuese mayor. Que ingenuo supuso el futuro como un mundo de color.

No soy el adolescente, aquel que, con emoción, descubría detrás de no sé dónde, la dulzura del amor. Aquel que luchaba por ser mayor y cuando llegó se derrumbó al contemplar lo poco duradera que era la belleza… y lo mucho que duraba la universidad, en la que buscaste el top de la sabiduría, y creíste descubrirla en la tabla de multiplicar.

No soy la mujer o el hombre, que se convirtió en adulto de repente y se descubrió un día cualquiera llenando la nevera, fumando sin ton ni son, comiendo pipas en un despacho y ocultándolas en el cajón. Ese tiempo de la madurez se muestra con frecuencia como el de la desilusión. Y sueles bajar al estadio para reafirmarte y chillar: “Aquí estoy yo”. 

Cargados de nosotros mismos, decimos esa bobada. No sabe usted quién soy yo. Y en eso tenemos razón porque ni siquiera nosotros lo sabemos. No señor. “Quién soy” lo debo a los demás. Si alguien me ama soy el amor. Si alguien me quiere mal soy un tonto corriendo en chándal por la avenida del desprecio, esa en la que nunca se pone el sol.

Los otros nos construyen con su opinión, los otros, aquellos de las caras desdibujadas, pontifican sobre ti diciendo esto y lo otro, y aquello que allí pasó, y lo que no pudo pasar. Saben sin preguntar cual fue siempre tu intención y te pongas como te pongas serás una de esas hojas que recién muertas se las lleva el viento, para que, ya amarillas, sean pisadas en la plaza del reloj.

Cuando lleguemos al otro lado nos miraremos las manos. ¿Qué tendremos en ellas después de vivir una vida egoísta y caprichosa de humanos ensimismados? Ni hemos amado como se nos dijo, ni hemos compartido como se nos dijo, ni hemos colaborado como se nos dijo, ni hemos terminado el mundo como se nos dijo… Nada tenemos en las manos a no ser la soberbia de la autocomplacencia sin pudor.

Cuánto nos queremos: ¡Usted no sabe quién soy yo…! Es bueno mantener un nivel alto de autoestima sin perder la esencial referencia a los otros. Vueltos sólo a nuestro personal ombligo… todos somos… un espantajo de humo y paja… la última carta de la baraja.

 Puede que aún estemos a tiempo para construir un yo, un solidario y respetuoso yo. Puedes hacerlo si guardas el espíritu de aquella niña o aquel chico que fuiste y aún te emocionas con pequeñas cosas como el declinar de cualquier día. Fíjate cómo se apaga, suave y fastuoso y cómo guarda su luz detrás del horizonte. 

La esperanza es eso, tener la seguridad de que mañana nos despertará, fraternos, el alba.

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