Opinión

Viajando con el padre Brown

Puede ser que, en estas vacaciones, haya abusado de los mejillones o de las nécoras. Me he dado cuenta al apretujarme contra la ventanilla para que se acomode este hombre.

Vestido con su traje talar y tocado con la “teja”. Ya no son tiempos, pienso yo, para andarse con estos ropajes. Se quita el ridículo sombrero y lo coloca sobre las rodillas. Entonces me parece reconocerlo, pero…de qué. Su sonrisa es entrañable. 

Me pregunto de qué hablar con un cura en un autocar. No creo que hayan publicado ese manual en alguna parte. Aun así, me animo a hablar:

-Socialmente, ustedes, el clero, han perdido la raigambre. No forman ahora parte de esta sociedad que ha optado abiertamente por una laicidad, una descristianización galopante. 

Me mira, al tiempo que de reojo observa a una anciana que aprieta su maletín con rotundidad. Luego me dice:

-Fustigados por unos errores notables tienen ahora la tentación de modernizarse. Ya sean temas de fe, como de moral, como de planteamientos institucionales. ¿Mantenerlos? ¿Adaptarlos? Esas incertidumbres provocan confusión. Esos titubeos, provocan recelos, suspicacias y prevenciones.

Mientras me habla me percato de que escudriña a los demás, esos viajeros que dormitan o miran por la ventanilla sin más:

-Déjeme decirle que parce la búsqueda de la propia identidad. Ir delante o detrás. Si han de ir delante alumbrando el camino, como creo, o si prefieren ir detrás asumiendo los miedos de este tiempo, las cambiantes ideologías, las supuestas modernidades, las falacias. 

Entonces carraspea, respira hondo y vocaliza:

-Convendría ponerse de acuerdo, al menos, en si Cristo es la noticia. Pero el mundo y su gente sólo dan pábulo a la novedad. Una forma de pensar que, ahora, es relegada por antigua. Pero le digo yo que es una falsa percepción. Conviene sólo cambiar de gafas. Con unos anteojos nuevos sería percibida, nueva y flamante. 

Me río discretamente y le hago ver que entonces el problema no es grave, sólo es una cuestión de óptica.

-Tiene usted razón, mi querido amigo de la ventanilla. No puede ser la Iglesia un Club de viejos que luchan por no dormirse en misa. Tampoco un montón de jóvenes desconcertados, buscando a Cristo en los pinchazos y las pastillas. Ahora que ya me bajo voy a decirle algo con toda mi estima. Cristo no es una palabra contada, es una palabra viva.

De momento deja de hablar. Saca una minúscula libreta y escribe con fruición sacando la lengua como un niño en su cabás. Mira a su redor, observa al conductor, detiene su mirada sobre la empuñadura del bastón que hace girar nerviosa la viejita del bolso marrón.

Se baja la mujer y echa a correr sobre la acera del bulevar.

-Perdóneme. He de bajarme pues estoy dilucidando un caso nada vulgar. Más que levantarse del asiento, este hombre de negro da un tirón y se aúpa. Aún tiene un segundo para casi gritarme:

-Me bajo. Ya seguiremos la teológica conversación. Y si quiere saber más pregúntele usted al mismísimo Chesterton… ya sabe… “el hombre que sabía demasiado”. Siempre conviene indagar.

Sus ojos vienen y van. Queda claro que es una persona perspicaz, que se percata de cosas que pasan inadvertidas a los demás.

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