Opinión

La vieja que secuestró el Carnaval

Las gentes de la villa, después de tantos días, habían aceptado ya como si fuese su propia música el sonido inclemente de la persistente lluvia. Caían aquellas gotas sobre los charcos y hacían pelotas de oxígeno que tardaban varios segundos en deshacerse. Los hombres viejos del lugar lo sabían bien. Siempre que se formaban aquellas pompas plateadas en las oquedades del camino o sobre las viejas aceras cuadriculadas, eran el preludio de muchísimos más días de humedad. Desde la iglesia se formaban no tan pequeños regueros que vomitaban todo el invierno sobre la plaza de la fuente de los ajusticiados.

La plaza amplia y rodeada de antiguos soportales, se abría de par en par como la desfachatez de aquellas mujeres flacas, venidas de no sé dónde, que en los días de feria intentaban llevarse como podían a su humilde casa unos patacones para ir tirando. No son malas, decían los niños de la escuela. Son pobres. La miseria se repartía por todas las callejuelas y se paraba, si acaso, en la casa de algún hombre venido de Cuba o de aquellas familias que tenían un hijo o hija, trabajando en las minas de los ingleses en Rio Tinto.

Las huertas minúsculas se apretujaban entre sí como los pollos que al atardecer regresaban al gallinero. Pero no eran fincas contiguas, por lo que se les iba el día en ir y venir, en llevar sobre el hombro la podona, la azada, un saco para hacer con él un chubasquero triste, y a lo mejor, una “codia” de pan negro algo manchado de tocino para espantar el hambre. Cosa que sucedía siempre sobre las doce cuando, desde la torre, la campana tocaba al ángelus. 

Si alguien preguntase quiénes eran los menesterosos, hubiesen levantado la mano, todos. Si la pregunta fuese sobre la propiedad de aquellas vacas preciosas de cuernos abiertos, dirían que de un señorito y, con mucha suerte, podrían serlo suyas, pero no enteras sino de “a medias”. Si alguien pensase entonces que todos ellos eran infelices se hubiese equivocado. Porque cuando llegaba aquel tiempo nadie era quien parecía. Una felicidad sobrevenida y necesaria les cogía en volandas y no les soltaba hasta el día del miércoles de ceniza. Se ataban cintas de colores en las viejas camisas de lino, se pintaban grandes mostachos con el corcho ardido de los alcornoques, embadurnaban con bosta de los animales una vieja chaqueta y corrían, brincaban, gritaban, se alzaban como grandes señores de la comarca. Y qué contento les producía que les reconociesen como “¡los zamarreiros!”.

Cuando el viento tiraba un árbol antiguo y grueso le vaciaban el pie y lo cortaban en rodaja. Le plantaban un parche de piel de asno y con esmero construían un bombo. Y eran cientos de bombos alineados o disparatados que sonaban y retumbaban. Y se mofaban y se visitaban. Y, por un pequeño tiempo, la felicidad era procesionar una comparsa.

Pero un día se paró el viento. Una vieja desdentada se puso a recorrer la villa y las aldeas blandiendo vesánica su guadaña. Ante el tajo inmisericorde cayeron niños y ancianos, listos y orates, arrendatarios y miserables labriegos, mozas hermosas y hombres fornidos. Y esa anciana japuta que manejaba la dalla no era una disfrazada. Era la muerte de 1.918. Aquella gripe horrible que les robó el “Antroido”. 

Rezaba el preste mientras lanzaba su agua bendita: “que nunca vuelva la que arrebata el carnaval”. El eco, entonces, corría por el viejo camino de “A Ribeira” y la risa cóncava de la vieja repetía burlona: “ya volveré…ya”.

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