Opinión

La enfermedad del dinero

Cómo una buena comida, una buena siesta o una placentera “brincadeira”, el dinero, en un sistema capitalista de libre mercado, es la base donde se asienta el bienestar del individuo, a pesar de que muchas veces tengamos que soportar la hipocresía de gente que defiende otros sistemas, pero que lo primero que hacen, cuando se suben a la burra del poder político, es amarrar unos buenos ingresos, teniendo en cuenta, eso sí, el salario mínimo, cosa muy importante en estas retribuciones, porque suelen ser la base para poder ajustar el suyo, multiplicándolo por tres, cuatro, cinco o seis veces su cuantía, para seguir despotricando contra el régimen que le ingresa puntualmente sus buenos dineros procedentes de la caja común de los presupuestos del Estado, en su cuenta bancaria a finales de cada mes.

A todos nos gusta, está claro, pero cuando el dinero, el sexo, el vino, la droga o el aguardiente se convierten en una obsesión, es que estás enfermito, “machiño”, lo siento mucho, compañero/ compañera, la has cagado tío /tía, porque son estas enfermedades que no vienen, las buscamos, no sé si me explico; los virus, el cáncer o el infarto, están ahí, preparados, listos. ¡Ya! Vienen a por ti, ellos solitos, se te meten en los adentros de tu alma misma, y al que pillan lo joden vivo, incluso lo matan, estás muerto/a, es así de sencillo, es así de crudo, pero si te obsesionas con el dinero, con el licor, con los bajos del cuerpo de un niño, con la entrepierna de una señora o caballero, o con los extremismos de una secta, club, de una patria, de un dios o de un profeta, es cosa tuya, solo tuya, amigo. Por cualquiera de ellas podrás matar o morir, por cualquiera de ellas podrás llorar, sufrir y hacer sufrir a los que están a tu lado, a los que te quieren o te han querido, maldita sea, qué mala cueva, que diría un chileno.

Porque en este nuestro sufrido país de naciones, regiones, cantones y cantadas, de amores y de odios, de sensatos y de extremos, de alabanzas y condenas o de bendiciones y maldiciones, unas veces se ha fusilado por ir a misa y otras por blasfemar, por ir en la procesión o por tocar las campanas, por estar en una lista, o por leer un periódico, por ser cura, monja o monaguillo, o por ser alcalde, poeta o maricón, por llevar una bandera, o porque pasabas por allí, pero eso sí, muertos, muertos siempre, muertos del todo, por campos y cunetas, por dios, por la patria o por lo que se presente, según soplaran los vientos de la intransigencia marxista, fascista o de la casa, que también tenemos “dabondo”.

Hay una edad en la que puedes entender que esa imbecilidad que llevamos dentro, instalada en fábrica, nos haga hacer cosas que no tienen mucho sentido pero que, ante la evidencia del gran poder del dinero, caes en la tentación de la acumulación, de la ostentación y, en algunos casos, de la provocación e incluso estupidez, pero cuando te has consumido la mayor parte de las dosis que te había adjudicado la vida, es decir, tienes ochenta o más años, lo que al cambio quiere decir que te vas a morir ¡Coño! Que te queda poco, es la puta estadística que no falla, ya seas banquero, rey o productor de televisión y tienes que andar buscando escondites y testaferros por todo el orbe para ocultar tus tesoros, es que tienes la enfermedad del dinero.

Pero son estas enfermedades que la naturaleza se ha encargado, ella sabrá por qué, porque ésta no da una puntada sin hilo, de que no tengamos una triste señal, una pequeña alarma; un sarpullido en la mejilla, unos grados de fiebre o un dolor de cabeza, para que le pudiéramos encontrar algún remedio, alguna vacuna o una intervención quirúrgica a pecho abierto, antes de que ya sea tarde y se presente la parca sin llamar a la puerta.

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