Opinión

Los penúltimos días de todos nosotros

No nos debía soreprender, ni menos criticar, que Antonio escohotado haya planificado los que presume van a ser sus penúltimos días en este mundo

Perdón, pero no tengo más remedio que referirme a mi último artículo del martes pasado en el que hablaba de la decisión del científico, por calificarlo de alguna manera, Antonio Escohotado Espinosa, de retirarse a la isla de Ibiza esperando su último viaje, porque recibí un largo “wasap” de una querida señora muy creyente ella, aclara, diciéndome, más bien abroncándome, que no debía tocar temas relacionados con la muerte porque esas cosas son exclusivas de Dios nuestro señor.

No me aclaró de qué religión era creyente, aunque la supongo, pero como pasa en la política, a veces nos olvidamos de que existen otras opciones, y cada una de esas religiones aborda el tema de la muerte a su manera, con sus ceremonias, responsos, encarnaciones, purgatorios, infiernos o paraísos más o menos perdidos, intentando consolarnos para que no nos deprimamos demasiado ante la evidencia de una despedida definitiva de este mundo tan bonito, a pesar de sus penas y sus glorias, prometiéndonos un tránsito a una vida mejor si cumplimos sus preceptos. Me parece muy bien, todo lo que aporte consuelo, paz y resignación para acompañar a los últimos suspiros, sea bienvenido.

Hace unos días, Fernando Simón, el conocido informador sobre la pandemia del covid-19 en nuestro país, decía una cosa que debiera ser obvia, pero dado el lenguaje hipócrita en que nos movemos, no lo es tanto: que no es lo mismo que se nuera una persona de noventa años que una de veinte, y le cayó la del pulpo.

Pues claro que no es lo mismo, en los dos casos se producen los mismos síntomas, de acuerdo; ambos han dejado de respirar, pero hay una gran diferencia entre los dos casos, por mucha igualdad que nos empeñemos en imponer en estos tiempos de dudas, medias verdades o ya directamente, mentiras y contradicciones flagrantes.

La gran diferencia entre ambos casos es el factor sorpresa. El morirse a ciertas edades avanzadas, no solo no es una sorpresa, es que es previsible. De acuerdo que el destino, dios o quien lleve el control de este tinglado, hace que la muerte esté rodeada de incertidumbre y que únicamente los suicidas, los asesinos o los que, en su día, puedan decidir sobre la eutanasia, puedan saber cuándo se adjudica y de qué forma se va a producir el tránsito.

Solo hay dos, solo dos, acontecimientos fundamentales (los demás son secundarios) en la vida de los seres vivos que habitamos este planeta: Cuándo nacemos, y cuándo morimos. En el primer caso no podemos intervenir, en absoluto, pero en el segundo, los seres vivos racionales con una cierta capacidad intelectual y que no seamos dependientes, tenemos posibilidades de actuar; podemos viajar o estarnos quietos parados, hacer ejercicio como nos recomiendan los médicos, o practicar el deporte del sofá con el mando de la tele, dar paseos y sonreír, o estar cabreados y refunfuñando todo el día, y a falta de antiguas aficiones y aventuras peligrosas, darnos homenajes culinarios y morirnos gorditos y con el colesterol a tope, o hacerlo en plena forma y con unos análisis perfectos, de puta madre. Para algunas cosas, pocas, el derecho a decidir existe.

Por eso no nos debía sorprender, ni menos criticar, que Antonio Escohotado haya planificado los que presume van a ser sus penúltimos días en este mundo, escapándose a un escondido refugio en su querida isla de Ibiza y tal vez, acordándose de Sócrates (entre otras muchas cosas, “Escota” es filósofo) espere, o decida resignado, su último suspiro. No quiere que lo lleven a un hospital.

Suerte Antonio, hasta para estas cosas hay que tenerla.

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