Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
Con la que está cayendo en Francia, solo faltaba un robo en el Louvre a plena luz del día. No una ciberestafa, ni un descuido de almacén, sino un robo clásico: escaleras, guantes, casco y huida en moto rugiendo por el Sena, entre los atascos de la Place du Carrousel. Una escena perfecta.
Dicen que el Louvre es el museo más vigilado del mundo. Cámaras en cada esquina, sensores de movimiento y guardias con cara de esfinge. Pero los dioses del ingenio nos demuestran que, por muy blindado que esté, parece que nació para ser robado.
Recordemos que tiene experiencia en estos asuntos. Ya en 1911, el ex empelado y artista italiano, Vincenzo Peruggia, decidió llevarse a casa la sonrisa más famosa del mundo. La Gioconda pasó dos años de vacaciones fuera de su urna y el resultado fue paradójico: el cuadro, que hasta entonces era solo uno más entre miles, se convirtió en mito universal. En otras palabras, fue el robo, no el pincel de Leonardo, lo que convirtió a la Gioconda en una celebridad pop.
Mientras los investigadores revisan cámaras y los expertos debaten sobre el valor de las piezas sustraídas, el pueblo parisino sonríe con complicidad. En el fondo, todos quieren creer que Arsène Lupin, el caballero ladrón, el poeta del delito, el único capaz de robar sin perder la cortesía, ha vuelto.
Lupin nunca robaba por dinero, sino por estética. En cada golpe, una coreografía, en cada fuga, una lección de estilo. El ladrón como artista, el museo como escenario, la policía como público involuntario. Su único pecado era el exceso de elegancia. Hoy, en cambio, los delitos son feos, torpes, sin banda sonora de violines ni cartas perfumadas. Quizá por eso, este ha despertado tanta simpatía. Francia no atraviesa su mejor momento. Crisis política, huelgas intermitentes, descontento social, tensiones raciales, barrios al borde del estallido… y ahora esto, la metáfora perfecta: alguien escala, entra, se lleva lo que quiere y se marcha sin consecuencias, mientras el resto del país discute quién tiene la culpa. En cierto modo, el ladrón no ha hecho más que ponerle coreografía al desconcierto.
Quizá por eso el suceso ha provocado algo más que indignación. Hay, entre la vergüenza y la risa, una cierta admiración. Porque este robo exige una audacia casi artística. En tiempos de mediocridad, cualquier gesto impecablemente ejecutado, aunque delictivo, despierta nostalgia. Francia, tierra de revoluciones y vanguardias, de pronto se reconoce en un asalto con guion de serie: estética, desafío y un punto de insolencia nacional.
Los responsables han prometido reforzar la seguridad. Más cámaras, más sensores, más de todo. Pero lo que está en juego no se arregla con alarmas. El verdadero robo no es el de las obras desaparecidas, sino el del espejismo de estabilidad. Francia, que hizo del orden republicano su religión laica, descubre que incluso su templo del arte es vulnerable. Este robo recuerda al Louvre su fragilidad y le devuelve algo de emoción a su solemnidad.
El misterio se resolverá, o no. Tal vez aparezcan las piezas, tal vez no. Pero París ya tiene una nueva leyenda. Y el Louvre, pese a sus alarmas, vuelve a ser escenario de un viejo relato donde siempre gana el más audaz. Porque en el fondo, Arsène Lupin nunca se fue del todo, solo estaba esperando a que alguien le diera la excusa perfecta para sonreír.
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