Opinión

El Concello y Valle-Inclán

La primera vez que el niño, aún muy niño, cometió la tropelía, sus padres se rieron. “Sabemos que no está bien, pero es que nos hace tanta gracia”, comentaban a familiares y amigos mientras animaban al hijo a repetir una y otra vez aquella “travesura”. A medida que iba pasando el tiempo, el niño, con esa inteligencia infantil que va creciendo, fue superándose para mantener la sonrisa de sus progenitores. “Tendríamos que pararlo”, se decían el uno al otro, pero lo dejaban pasar porque seguía pareciéndoles ingenioso. El niño creció sintiéndose protagonista indispensable a través de sus enfados exagerados, sus gestos ya un poco más violentos y sus hirientes palabras, oídas en mil y un espacios diferentes. Cuando desde el colegio les dieron un toque de atención ante un comportamiento que estaba empezando a ser difícil de controlar, los padres respondían con un “sólo es un niño un poco travieso” y afeaban a la docente que se tomara en serio lo que no dejaban de ser “chiquilladas poco graves que ya desaparecerán”. Y entonces un día sucedió, el ya no niño se giró hacia ellos y los convirtió en diana de aquellos divertidos episodios que nunca nadie corrigió porque “le hacían ser tan especial”. Por primera vez tomaron consciencia de que la permisividad absoluta acordada por ambos, bajo la orgullosa creencia de forjar a un ser único, habían alimentado una persona irascible cuando no tenía lo que quería, frustrada cuando nadie reía sus bromas, tirana con los demás, mal educada, en todas las acepciones, y cada vez más despojada de empatía. Ahí ya no fueron capaces de encontrar la risa. Tropezaron con el miedo que les infundía su propio hijo, aquel niño gracioso y especial, según creían ellos, que pasó de ser su pequeño bufón a ser su gran pesadilla. 

Cuando no se establecen líneas sagradas sobre las que no se pueda saltar sin que el que lo intenta se queme, cuando se mira hacia otro lado ante los ataques incontrolados porque no somos el objetivo y cuando el niño ya es un hombre y además tiene poder, las consecuencias son  demasiado graves como para dejarlas pasar sin más. Dijo Roosevelt primero, y después el Tío Ben a Spiderman: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Y sin lo segundo, nadie debería tener lo primero. 

El pleno del Concello de Ourense del pasado viernes se convirtió, una vez más, en una magnífica representación del esperpento más puro, con el alcalde como indudable protagonista. Debería ser el acto final de la obra, aunque probablemente no será así. Porque, como sucede en Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, ante la afirmación de Max Estrella “España (Ourense) es una deformación grotesca de la civilización …” , demasiados contestarán como Don Latino: “¡Pudiera! Yo me inhibo”.

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