Opinión

¿Y cuando ya no estén?

Antonia tiene 79 años. Está sentada a la mesa de la cocina con la mirada fija en su tazón de leche, lista para desayunar. Su hija pasa a su lado. No hablan. Antonia sabe que volverá a pasar, pero hoy necesita mantener la esperanza. Su hija, desde el divorcio, vive con ella para ahorrar dinero y aunque apenas la mira, Antonia busca argumentos para justificar ese desapego que la destroza. Por la noche, se va pronto a la cama y rompe a llorar en silencio. “Feliz cumpleaños”, se susurra a sí misma. Cierra los ojos y, entre lágrimas, pide su deseo: que se lo diga su hija y que lo haga, a ser posible, acompañando las palabras con un beso.

Mario se viste los domingos con mucho esmero. Busca entre su ropa más nueva, se afeita con cuidado y se perfuma. “Esta tarde sí”, se repite varias veces a lo largo de la mañana. Rechaza la invitación de su compañero para una partida de sobremesa. “Hoy no, es domingo”, responde con una sonrisa, tantas veces fingida que ya la cree real. El amigo asiente con la cabeza y lo mira con tristeza, como cada domingo. Él no tiene hijos, así que lleva los días sin demasiadas ilusiones frustradas. Sabe que a la noche Mario volverá a disculpar la nueva ausencia, que ya se ha hecho vieja en los últimos seis meses: “Iban a venir con los nietos, pero un trabajo de última hora se lo ha impedido. Lo primero es lo primero, y yo estoy perfectamente”. Su compañero le dará la razón- aún sabiendo que ya ni siquiera se excusan- para evitar añadir desconsuelo y vergüenza a ese olvido que está quebrando a Mario.

Carmen sale del banco con prisa. Quiere comprar unas sardinas y si no llega pronto se habrán acabado. Llega agotada a casa. Saca la cartera y en un gesto mecánico esconde cien euros en la vieja taza que su hijo hizo en el colegio. “Por si acaso”, piensa sin querer pensar. Hoy es el día de cobro de la escueta paga de viudedad y es también, para su pena y su alegría, el único día del mes en el que su hijo la visita, a pesar de vivir a media hora en coche. Nada para él, un mundo infranqueable para ella. Tras un breve saludo, él lamentará sus penurias y ella le dará parte de su dinero. Tampoco esta vez se atreverá a pedirle que la acompañe al médico ni a confesarle que tiene miedo. No quiere que se enfade y que, a lo mejor, no vuelva.

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