Opinión

El barrio

Soy de barrio o al menos lo fui. Lo añoro. Echo de menos aquellos metros cuadrados que conformaban un mundo entero. Con los años descubres que el barrio es la patria más auténtica en la que has vivido nunca. Era ese lugar en el que te despertaban las conversaciones que, de ventana a ventana, mantenían las vecinas, tu madre incluida, sobre cosas cotidianas y simples. Aunque, en realidad, eran las que sujetaban fuerte todo el universo que te mantenía en pie.

En el mío, había dos bancos separados por pocos metros. Uno era el de ellas. Era la habitación ficticia en la que entrelazaban historias propias y ajenas, comentaban actualidades y compartían pequeños secretos. Ahí salían libremente las risas, los lamentos, las preocupaciones, las quejas y los ánimos. El otro era el infantil. Donde surgían los juegos inventados, las peleas por la piedra más bonita y las amistades que se rompían y afianzaban en cuestión de minutos. Al anochecer, llegaba el relevo. Los adolescentes ocupaban los espacios, alargando las noches de verano, porque estar en el barrio ya era estar en casa. Las charlas hablaban de futuros, de amores, de estudios y de verbenas y, también, de lugares a los que escapar. Porque el barrio, a medida que crecemos, se vuelve pequeño y a veces sentimos que poco respirable. Después lo echaremos de menos.

En ese pequeño territorio, entre juego y juego, podías correr al bar para pedirle a tu padre que te comprara un helado, mientras él jugaba la partida con otros vecinos. En ese minúsculo universo era suficiente conque gritaran tu nombre para lanzarte a la calle a jugar. En el barrio todos los relojes parecían estar sincronizados en el mismo horario: para la merienda, la cena o la retirada. Allí concentrado, estaba todo. Comprabas en la tienda de Juan Antonio, en la carnicería de Miguel o en la pescadería de Blanca. Pedías sin pedir, porque era suficiente con un “dame lo de mi madre”. Todos conocían tu nombre y quién eras. Sabíamos que podíamos llamar a las puertas de las otras casas, porque siempre se abrían. En el barrio estaba el mundo y en la vecindad la humanidad, con lo que ello implica. Pero por encima de todo, estaba la vida. Una cálida, de convivencia y segura.

Ahora no soy de barrio. Vivo en una calle vacía de juegos y de palabras. Compro donde me resulta más cómodo y no puedo pedir lo que me gusta, porque no me conocen. No me despiertan cordiales conversaciones, sino el insoportable ruido de máquinas de limpieza.

Las casas que me rodean empiezan a estar acechadas por candados con códigos y siempre están cerradas. Echo de menos que el lugar en el que vivo tenga su identidad. Añoro ser de barrio

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