Opinión

Gente buena

Somos gente buena. En general. La mayoría. Aunque a veces creamos lo contrario. Si no fuera así, este mundo ya hubiese explotado hace tiempo. Estaríamos desaparecidos como especie o metidos de nuevo en las cavernas, partiendo de cero en un bucle eterno. Si no fuera por esa bondad mayoritaria sería la venganza - no la justicia- la única vía válida para víctimas de cualquier delito y su entorno. Aparecería entonces una oscura espiral en la que, de pronto, ya no sería posible distinguir entre la persona inocente y la persona culpable y todos estaríamos inmersos en batallas eternas.

Ser buena gente, así en conjunto, nos ha salvado de la tentación de destruir todo aquello- instituciones incluidas- que nos hiere, nos desprecia o se escapa al sentido común. Como individuos y como sociedad. Ha impedido que nos miremos con desconfianza permanentemente y dediquemos nuestra energía a pensar cómo martirizar al otro, en todo momento y en cualquier ámbito. Eso de ser bueno nos ha capacitado también para perdonar y tirar para adelante con dignidad, ayudando a que todos caminemos.

Ahora bien. Aceptar la bondad como parte de nuestra esencia implica asumir que la maldad también existe. Supone entender que pocas barbaridades que nos revuelven la conciencia y el estómago admiten justificaciones o argumentos exculpatorios. La gente mala también está en nuestra vida cotidiana: una vecina, un compañero de trabajo, un amigo, un estudiante, una hija…

Aunque cueste admitirlo por ser una realidad incómoda que nos pone ante un espejo feo, muy feo. Los malos viven entre nosotros y se alimentan, precisamente, de la buena gente. Eso les permite respirar y crecer, porque siempre habrá quien intente buscar argumentos exculpatorios en su pasado y su presente. Y así ellos seguirán.

Una persona dañina puede llevarse por delante a todo su entorno. Porque carece de límites, porque no conoce el remordimiento, porque no tiene empatía, porque nada ni nadie le importa. Y puede hacerlo de muchas maneras diferentes. Nos toca, por lo tanto, decidir cuánto poder estamos dispuestos a darles.

Podemos elegir reírnos con las bromas que suponen la humillación de otros o pararlas; podemos optar por entender que en casa tenemos a un acosador y poner medidas o repetir que sólo son juegos de niños, acusando a la víctima de mentirosa o exagerada. En nuestra mano está señalar al abusón o ponernos a su lado para que no nos toque a nosotros. Podemos cerrar los ojos a esa maldad cotidiana o hacerle frente con determinación. Deberíamos evitar que lleguen a espacios en los que puedan atentar contra la dignidad, la vida y la salud mental y física de los demás. Las personas buenas, esa mayoría, deben aprender que tolerar la maldad no la combate, la hace más fuerte y más cruel. Y cada vez nos lo podemos permitir menos.

Te puede interesar