Opinión

Los lazos de sangre

Conocí a Claudia hace tiempo, cuando era una niña de seis años impregnada de una tristeza que debería estar prohibida a esa edad. Su padre se había ido de casa, había vaciado las cuentas familiares y dejado a su madre con un crédito hipotecario imposible de vencer. Claudia entonces sólo entendió el abandono y sus ganas de llorar que se mezclaban con las lágrimas de su madre. Esa huida paterna arrasó con la familia. Lo que vivió a partir de entonces fue una madre ausente por el trabajo e inmovilizada por el cansancio, una hermana adolescente que salía a la calle queriendo comerse un barrio que le quedaba pequeño y un hermano menor que se enfadaba sin motivo demasiado a menudo. Todo se rompió aquel día y aunque el tiempo ha recompuesto algunas piezas, las heridas han marcado un mapamundi extraño y difícil de interpretar.

A pesar de todo intentó, en años posteriores, recuperar algo de aquella figura paterna que los sustituyó por otras parejas y otras ciudades. Nunca recibió nada más que indiferencia, distancia y el aroma del hastío ante su insistencia de ser, aunque sólo fuera unos instantes, padre e hija. Ahora treinta años después de aquel naufragio familiar, Claudia está de nuevo envuelta en las brumas de la ansiedad y la culpa. Su padre, enfermo, arruinado y abandonado por esa vida que eligió, quiere vivir con ella. No por amor, ni por remordimiento, ni por ayudarla, simplemente los años han empezado a cobrarle la factura y no tiene nada ni a nadie. Y ella, a pesar de todo, no ha sido capaz de despacharlo con un portazo bien ruidoso y se consume pensando qué es lo correcto. Pesa sobre ella esa losa moral que nos han impuesto de la sangre por encima de todo. “Es que es mi padre”, se repite a sí misma y a los demás.

Pero no debería ser esa la cuestión. Ser madre, padre, hermana, hermano, hijo o hija no es nada si no va acompañado de amor, respeto, comprensión y apoyo infinito. Los lazos de la genética común y de la sangre no deberían atarnos a nadie cuando nos han abandonada a nuestra suerte, en el mejor de los casos, o cuando nos han inflingido dolor y daños irreparables, porque entonces esa sangre no es más que agua diluida. Todos deberíamos sacudirnos esa dictadura de la familia, disfrazada de herencia ética, que nos desequilibra y nos ata a personas que sólo nos producen heridas incurables que se abren una y otra vez. La familia, esa que nos viene dada, sólo merece ese nombre cuando sentimos que es un lugar seguro donde se nos quiere siempre. Y para salvar esas raíces sanas que nos sujetan, a veces hay que podar algunas ramas. Sin remordimiento ni culpa.

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