Opinión

No opino

Eran cuatro. Sentados alrededor de una mesa, mientras disfrutaban de su café, conversaban en voz alta sobre asuntos diversos: trabajo, familia, amigos y, cómo no, sobre la actualidad. De la política al último escándalo futbolístico, fueron pasando por la guerra, la economía, la cultura y un sinfín de temas inabarcables. Hablaban y opinaban casi a la vez, sin darse tiempo a escucharse y a poder contestarse, argumentar o disentir. Demasiada prisa para contar las verdades propias. Excepto uno. En silencio intentaba seguir todas las palabras que se iban lanzando al aire. En un momento dado, alguien quiso conocer su opinión. “No tengo, no sé del tema lo suficiente”, respondió bajando la cabeza. Me entraron unas ganas locas de levantarme, ofrecerle un abrazo y darle las gracias. No lo hice, pero pensé que ahí estaba una persona con sentido común, sensata y, desde luego, mucho más inteligente que quienes le rodeaban. A pesar de que lo miraran con condescendencia y aires de superioridad. 

No sé cuándo empezó este delirio de sentirnos obligados a tener una opinión sobre cualquier asunto, sepamos o no, nos interese o no. ¿Desde cuándo nos hemos autoconcedido la capacidad de ser expertos de todo (es decir, de nada) menospreciando y silenciando las voces del conocimiento  en las más diversas áreas? 

Decir “no sé” en el momento adecuado siempre ha sido un signo inequívoco de inteligencia. Excepto ahora, donde se ha convertido en un estigma que escandaliza y que devuelve miradas compasivas por no alcanzar el nivel, su nivel de ignorancia, aunque no lo sepan. 

Las redes sociales probablemente tengan mucho que ver en este huracán. Escupen cada día tanta información y tanta desinformación, tanta realidad y tanta ficción, tanta verdad y tanta mentira, tanto elogio y tanta infamia, que resulta imposible saber cuándo se está en una orilla, en la contraria o con el barro hasta la cintura. Son tan veloces y tan devoradoras que asolan el terreno de la reflexión y el aprendizaje para dejar a su paso sentencias estériles y, demasiadas veces, dañinas.

Hay que aprender de nuevo a parar para escuchar y no solo oír, mirar y no solo ver y, por encima de todo, querer saber. A la mayoría le falta humildad para asumir que no podemos saber de todo y le sobra soberbia para creer que es el mejor entrenador, el mejor músico, el mejor epidemiólogo, el mejor politólogo… Siempre el mejor entre los más listos. 

No hay necesidad de tener una opinión sobre todo y tampoco de que todo tenga que ser siempre opinable. Hay cosas que son como son, sin más. Pero ya sabemos, aunque nunca nos veamos reflejados en la frase, que “la ignorancia es atrevida”. Así que como dijo Beethoven: “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”.

Te puede interesar