Opinión

Primero de mayo

Se ha despertado temprano. Aún no son las siete. Mira el techo y esboza una pequeña mueca. Sabe que ya ha cambiado de opinión, que finalmente irá. Se levanta y rescata del armario la tela roja que hace ondear cada primero de mayo desde hace tantas décadas. Ambos están más desgastados, el tiempo no los ha perdonado. Siente que es un día raro. El café tiene un regusto amargo. Intuye que hoy no serán muchos y que echará en falta a los compañeros que ya no están. Se deja atrapar por la nostalgia y por una sensación de fracaso, individual y colectivo. No siente la energía ni la alegría de años atrás, que nada tiene que ver con la edad. En su lugar se van acomodando una cierta tristeza y frustración. Mira por la ventana para saber si lloverá y piensa en su primer carné de sindicalista, en el orgullo que sintió cuando fue elegido para el comité de empresa, en las ganas y las horas que entregó para buscar mejoras laborales y en las victorias y derrotas que fue cosechando. 

Recuerda años de clandestinidad, panfletos  lanzados al aire para poder huir, noches en calabozos, más de un golpe, el miedo, la rabia por las condiciones laborales pero, por encima de todo, recuerda la absoluta fe en que todo se podía cambiar. Se acuerda de tanta lucha, del compañerismo, de las huelgas, de las manifestaciones, de las amenazas y de las celebraciones por los avances conseguidos, tan peleados. Revive la euforia de abril de 1977 cuando los sindicatos fueron finalmente legalizados, aún en pleno duelo  por  la matanza de Atocha, que arrojó una nube muy negra sobre las esperanzas de una democracia que empezaba a nacer. Ese primero de mayo salió a la calle para  participar en el último ilegal en este país. Estuvo allí plantado, lleno de convicciones, de ideales, resistente al desánimo y dispuesto a pelear duro hasta conseguir esa sociedad en la que creía sin fisuras. No es tonto, ni ingenuo. Sabe que el mundo ha cambiado, que cometieron errores, asume que  hubo malas prácticas, que tal vez algunos olvidaron los objetivos. Pero también sabe que esta desidia, este desapego golpeará siempre los derechos de los mismos, los trabajadores. Por eso, porque aún no ha perdido del todo ese instinto luchador y la esperanza de volver a ser más, estará hoy de nuevo en la manifestación, sin importar cuántos sean. 

En el portal se cruza con maletas y gente que ha ocupado uno de los pisos turísticos de su viejo edificio. Le miran con curiosidad. Pasa de largo con su bandera y piensa que hace poco escuchó en la televisión cómo acusaban a su generación de no haber peleado sus derechos lo suficiente. Y ahí sí que se ríe.

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