Opinión

La trampa de las etiquetas

Las etiquetas no me gustan. Ninguna. Ni tan siquiera soporto los minilibros que acompañan a una simple camiseta para decirnos cómo se lava o la interminable lista de componentes de un producto, aunque sea por ley. Ni hablar de las que lucimos orgullosos y bien visibles en la ropa porque nos sitúan en un estatus que ni siquiera sabemos cuál es ni para que nos sirve a nosotros. Los departamentos de marketing de las grandes marcas se superaron: pagamos mucho más dinero para ser un soporte publicitario. Cuando era adolescente soñaba con poder llevar unos Levis, vaqueros que, a decir verdad, no sentaban muy bien, pero que eran la seña de identidad de la época. Pero mi madre no estaba por la labor de pagar por una etiqueta roja y ni qué decir tiene que me quedé en los Lois o los Lee, en el mejor de los casos. Con los años, agradecí la enseñanza que aún mantengo.

Pero lo cierto es que, esa adolescente que lloraba desconsolada por todo lo que creía perderse al no vestir esos pantalones tan americanos que la incluirían en el ¿grupo?, al mismo tiempo intentaba ser sólo ella misma. En los siguientes años fueron muchas más las etiquetas que quería arrancar que las que buscaba colocarse. El intento era conseguir en la enriquecedora diferencia una igualdad que ayudara a acortar distancias para evitar perversos muros agresivos. El mundo tenía que ser, sí o sí, más grande, más variado, más comprometido y con capacidad acogedora, sin señalamientos.

Pero parece que optamos por otro camino. Muchas personas parecen preferir cargar con más peso, apropiándose de viejos y nuevos adjetivos que las van encerrando en excluyentes casillas minúsculas que ni hacen más libre ni aseguran mejor los derechos fundamentales. Y sucede, porque ese exceso de autodefinición se está cimentando en la confrontación, no en la alianza. Nos definimos buscando enemigos que, por desgracia, casi siempre están en el mismo barro, olvidando hacer frente al gran oponente común que así siempre tiene fácil la victoria.

Soy quien soy, soy como soy y nací donde nací. Y por ninguna de esas cosas voy a pedir perdón, porque bastantes son ya las culpabilidades impuestas por tradiciones, religiones, educación y machismos que injustificadamente arrastramos en nuestra vida.

Por eso, desde el lugar que ocupo- en parte heredado y en parte ganado a pulso a la vida-, seguiré creyendo en una igualdad y unos derechos para todas y todos, independientemente de cuántas etiquetas se quiera colocar cada uno e intentando demoler los cimientos de un espacio donde los grandes depredadores lo tengan demasiado fácil. Mientras tanto, procuremos que las etiquetas no se transformen en dianas. Hay demasiado tirador con ganas y altavoces muy potentes. Y así nadie llegará al destino que busca.

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