Opinión

EL DILEMA HIPOTECARIO

El hábitat hipotecario difiere notablemente según el país y la consideración social de la vivienda en propiedad, en tanto factor de estabilidad emocional y patrimonial que determina la capacidad de endeudamiento y consumo de los hogares. Así, en España ha favorecido la consolidación de una base amplia de propietarios (más del 80 por ciento de las familias) y, en sentido contrario, escasa preferencia por la vivienda en alquiler. Modalidad ésta con mayor presencia en Estados Unidos, donde la entrega del activo hipotecado al prestamista extingue por completo la deuda contratada para su adquisición, y toda responsabilidad del prestatario. El primero de los modelos, garantista, peca de exigente con los compradores y de protector con las entidades financieras: salvo pacto en contrario, la garantía hipotecaria no exime al deudor de su responsabilidad personal e ilimitada, con extensión al resto de su patrimonio, presente y futuro. A cambio de asumir este grado de compromiso, el mercado hipotecario español de particulares ha podido gozar de condiciones crediticias comparadas tremendamente ventajosas en lo relativo a porcentajes sobre tasación, precios y plazos de amortización; presenta una tasa de morosidad que apenas supera el 3 por ciento; y fomenta el ahorro en un país como el nuestro, tradicionalmente poco dado a eso.


El segundo, especialmente sensible al ciclo, tuvo mejor acogida en sociedades de mayor movilidad geográfica en lo laboral y menor arraigo afectivo y territorial. A lo que se suma la preferencia por los activos financieros a la hora de canalizar mayoritariamente el ahorro. Aun cuando no se trata de elementos que, por lo general, definan a la sociedad española, crece entre la opinión pública de nuestro país su aceptación conforme se confirma la escasa incidencia del código de buenas prácticas y arrecia el drama social de las familias desahuciadas. Amén de conducir hacia una profunda transformación cultural, la asunción de la dación en pago obligaría a bancos y cajas a elevar su umbral de prudencia financiera en el momento menos propicio; prolongaría la indigestión inmobiliaria residencial; y extendería sus daños colaterales a la deteriorada democratización del crédito destinado a la compra de vivienda. Claro que todo esto importa poco cuando son dos más las familias desposeídas de su hogar en el tiempo transcurrido entre el inicio y el final de esta reflexión.

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