Opinión

NADAR Y GUARDAR LA ROPA

Del proceso de consolidación fiscal depende la sostenibilidad a medio y largo plazo de las finanzas públicas y la persistencia del Estado de Bienestar. Hasta aquí el acuerdo es prácticamente unánime. Lo que explica, aún en circunstancias de contestación creciente, como las actuales, la aceptación cabizbaja de buena parte de las iniciativas de ajuste. La discrepancia comienza a la hora de definir la magnitud e intensidad con que deben aplicarse; a la hora de estimar el impacto previsto en la actividad económica y la cohesión social; y a la hora de cuestionar la vigencia de programas obsoletos que adolecen, además, de un impacto homogéneo.


Lejos de su consideración estática, la realidad es tremendamente dinámica. Atrás quedan las previsiones macroeconómicas, hoy amortizadas, que sirvieron para definir ambiciosos objetivos de reducción de déficit, y programas de austeridad que han erosionado las expectativas hasta paralizar la actividad europea y complicar sobremanera la consecución del objetivo de partida. Bélgica, Holanda e Italia acaban de incorporarse a la terna de países de la eurozona en recesión que, hasta hace poco, integraban Eslovenia, Grecia y Portugal. Y a la que se asoma el resto, Alemania incluida, con una contracción similar a la española durante el último trimestre de 2011. Parece claro que, en ausencia de mayor audacia, los diversos programas de ajuste conducen a un resultado conjunto contraproducente, además exportado a un socio comercial clave para la estabilidad económica mundial: frente al 13 por ciento que representa Estados Unidos, la Unión Europea explica algo más del 16 por ciento de las exportaciones de China; país que durante enero y febrero ha registrado un déficit comercial sin precedentes.


Por último, los efectos de una receta común dependen del perfil socioeconómico de cada enfermo. Así, reducir gastos e incrementar ingresos públicos con intensidad similar incide menos en una economía manufacturera de vocación exterior, como la alemana, que en una economía madura de servicios, como la española, en la que el consumo interno explica cerca del 60 por ciento del PIB. Lo que hace determinante articular medidas que permitan alcanzar un equilibrio entre la recuperación de la confianza externa y el sacrificio que se impone a la interna. Y obliga, a quien las diseña, a nadar y guardar la ropa.

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