Opinión

Educación como antídoto

Es la peor cara de la violencia doméstica, si es que es decente hablar de graduación dentro de la barbarie. La lacra de la mujeres asesinadas o maltratadas a manos de su parejas nos pega demasiado a menudo una sonora bofetada en la dignidad de nuestra sociedad, incapaz por ahora de desterrar para siempre esta lepra. El germen que la propaga está tan enquistado en la mente de algunos hombres, y ha sido alimentado - aún lo es hoy en día, por desgracia - durante tantos siglos por actitudes aquiescentes, justificadoras, condescendientes, tolerantes con el maltratador, e incluso cuasi incriminatorias hacia la mujer que no le rendía pleitesía al hombre que la quería esclavizar, que solo a través de una verdadera toma de conciencia social, un enorme esfuerzo educacional por parte de padres y profesores, que sean capaces de inculcar los valores del respeto hacia el sexo opuesto a las generaciones que vienen, y la intolerancia sin fisuras ante el más mínimo atisbo de maltrato hacia la mujer, podremos empezar a desterrar de nuestra cultura el cobarde e incesante derrame de sangre y lágrimas dentro del hogar. Y es claro que centrar los esfuerzos única y exclusivamente en arbitrar medidas legislativas más represoras no ha servido para nada. Las estadísticas están ahí.

Pero cuando hablaba antes de la peor cara de la violencia doméstica no me refería, con todo lo deleznable que es, al maltrato de la mujer por los hombres; si se puede elevar el tono del horror y la crueldad hasta el infinito, eso sucede cuando un hombre, por despecho o por venganza hacia la mujer tras una separación o divorcio, cercena la vida de los hijos habidos en esa pareja, arrebatando a la madre lo que más quiere, infligiéndole a esta la peor tortura posible. Millones de golpes habría preferido recibir la madre, a cambio de que el asesino no se hubiese osado acercar siquiera a sus hijos. La tragedia sucedió recientemente en Asturias cuando un padre, tras tener a sus dos hijas de 7 y 9 años durante un régimen de visitas, en lugar de entregarlas a la madre las mató a golpes con una barra. Escalofriante. Después, en un sumo acto de cobardía, el cabrón se quitó la vida, su vida que no valía nada al lado de las dos vidas que lo valían todo. Ya nadie podrá perseguirlo para enfrentarlo a la justicia; pero eso a la madre poco le va a importar. Ya nada tendrá nunca sentido en su vida, y a ese vacío ahora tiene que añadir la rabia por no poder ver la cara del asesino por última vez, y que él tuviese que bajar los ojos ante la mirada valiente de ella, en la que estaría seguro concentrada todo el coraje de la madre unido a la fuerza de las hijas que le gritan desde el corazón que siga, y del resto de las mujeres maltratadas que la levantan del suelo, como ellas hicieron en su día, porque ahora, desgraciada, no tiene fuerza para más. 

No lo llamen loco, llámenlo asesino cobarde; no traten de buscar razonamientos retorcidos, académicos a lo que es, simple y llanamente, un vil acto de matar; no se inventen teorías trasnochadas sobre la existencia de amores que al desaparecer incitan a la desesperación y a la locura, porque el amor sincero nunca mutila la vida de los seres a los que alguna vez se quiso. Si eso sucede, es que nunca se llegó a querer. Eso sí, hagamos una cosa, busquemos dentro de nosotros, recordemos esa frase aislada, dicha “sin querer”, ese gesto machista medio en broma, ese comentario trivial solo en apariencia que encubrió un sutil menosprecio a la mujer; puede que el asesino haya visto tantas veces esos mismos gestos o escuchado esas mismas palabras, que al final haya decidido matar. Como algo casi natural. 

Educación, educación. Frente a la barbarie solo sirve la educación.

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