Opinión

HOLA

Cuando terminaron ella se dejó llevar, se abandonó al sueño reparador después de haberse consumido con los espasmos de aquella pasión desenfrenada. Se quedó inmóvil, de medio lado, arrullada por su propia respiración aún entrecortada, aún no repuesta de los incontrolables sofocos que trajo la culminación de su particular obra, la más intima, la más arrebatada. El lienzo blanco del tálamo apenas cubría la mitad de aquel cuerpo postrado de medio lado, dibujando sobre el contorno de su cuerpo el vaporoso perfil de meandros y recodos por los que minutos antes él había navegado; perfilando las colinas y laderas que acababa de recorrer subiendo a la cima, bajando después a los valles, adentrándose en intrincados surcos, hasta horadar al fin las grutas inaccesibles de aquella naturaleza salvaje.


Se levantó de la cama procurando no despertarla. Sigilosamente se acercó a la ventana para descubrir el firmamento claro de aquella noche de junio. Descorrió las cortinas para observar el cielo, y la luz de las estrellas penetró en la habitación inundando la estancia, creando sombras en las esquinas, formando caprichosas figuras que revoloteaban por las paredes y techo del dormitorio. Uno de aquellos haces se fijó en la mujer que dormía serena en la cama, como si fuera el foco del escenario proyectándose sobre la actriz en el monólogo final. Su cabeza se apoyaba en la almohada y él pudo observar en escorzo los rasgos de aquel rostro iluminado. Él de pie y desnudo, junto a la ventana, se deleitó con la presencia de aquella imagen. Observó los ojos cerrados que antes desprendieron fuego a cada sacudida de pasión; contempló los labios carnosos ahora sellados, y que aún sentía en su boca cuando minutos antes los abrazó, los envolvió en agua y los fundió con los suyos como un pacto de amor eterno. Miró las mechas del pelo negro que descansaban sobre las mejillas, y recordó cómo sus dedos se entrelazaron en los cabellos de la mujer mientras ella encadenaba con sus caderas los cuerpos, mojados de tanto placer. Y entonces recordó el día en que se conocieron; aquél en el que empezó entre ellos ese curioso afecto, aquella camaradería que nadie comprendía, como si fuera imposible que entre ellos no existiese algo mas que una bonita amistad. Al principio no fue más que eso, y comentaban y se reían de ellos mismos cuando se confesaban sus escarceos, sus aventuras, como el confidente atiende a los desvelos del amante. Después vinieron las sospechas, las vacilaciones y el temor a traspasar la línea que separaba el afecto de la atracción y ésta de la irresistible pasión. No quería él delatarse con miradas traviesas; no quería que ella adivinara que anhelaba conocer su cuerpo y sus entrañas; que siempre la quiso como amiga, y ahora la deseaba como el lobo a la loba en celo. Dudó en abrirle su corazón. Ella debió sospechar algo cuando esa noche lo invitó a su casa a cenar, y cuando al abrirle la puerta lo recibió con un gesto distinto, una mirada hasta ese día desconocida que lo turbó de repente, como si nunca antes ellos dos se hubiesen visto. Entonces lo cogió de la mano y lo condujo a su habitación. Y allí se dejó arrastrar hasta el infinito, la acompañó en ese nuevo trance que ella le proponía, y que quién sabe a dónde les llevaría.


En esto se ocupaba mientras la contemplaba, cuando ella abrió sus ojos negros, lo miró y lo llamó a su lado. Él se acercó al lecho, se sentó y la besó en los labios. Ella los separó un instante, tan solo para decirle lo que se dicen los amigos al encontrarse: Hola. Y ambos sonrieron.

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