Opinión

INSOMNIO

Lleva la vida a cuestas en retazos, desharrapada, maltrecha. Se van columbrando los atardeceres largos, preludio de insomnes noches eternas. Es la hora de los sueños despiertos, de los aspavientos de la memoria terca, flagelante, la que se empeña en negar el perdón balsámico, el indulto al alma contrita, cansada de tantos augurios, de tantos propósitos de enmienda inútilmente reiterados hasta la saciedad, tanto que acaban por perder su moralidad. De madrugada llegan como hordas levantiscas a la conciencia las imágenes vívidas del pobre implorante de caridad, del miserable abandonado a su suerte, de la mujer maltratada, del hijo anhelante del abrazo del padre. Y las agujas del reloj marcan acompasadamente los minutos y las horas oscuras, recordando a cada trecho al insomne que el mañana ya es hoy, que el ayer ha muerto, que nunca resucitará, y con él también murieron todos los traicionados deseos de bondad. No duerme, no descansa, como tampoco reposa el convicto en su celda la noche antes de su ejecución, temeroso de ver aparecer al fin al verdugo y de escuchar la voz que le diga 'llegó la hora'. La mente reemplaza los sueños dormidos por recuerdos lastrados en el cajón de la memoria. Van pasando por delante los temores, los miedos, los anhelos insatisfechos, las frustraciones no superadas, las risas que fueron un día, pero pronto dejaron de serlo, las lágrimas cristalizadas, convertidas en piedras engastadas en cada rincón del alma, del alma que un día fue compañera y hoy se ha vuelto dictadora, implacable. Rebusca el hombre despierto en esos cajones los momentos felices del pasado, ¿dónde están?, ¿en qué sitio se perdieron?, para atemperar los rigores acumulados por tantas noches en vela, tantas vueltas en la cama con la vista perdida en los fríos rincones de las paredes blancas, vacías, huérfanas de esos cuadros, de alguna fotografía que pudo haber retratado el momento dulce, capaz a lo mejor de consolar ahora la vacuidad presente. Pero no existen esas caras y esos paisajes, y a sus oídos llega el tic tac del reloj sobre la mesilla, que avanza lento y desesperante, y no se calla. Son las cuatro, las cinco, las seis, por fin las siete. ¡Qué lento pasa el tiempo muerto! ¡Qué rápido llega en cambio la percepción del tiempo perdido, del malgasto de la vitalidad, de la fuerza virgen y no contaminada, la misma que embebe los corazones puros! Nadie puede escaparse de uno mismo en esas noches de insomnio. No cabe la abstracción engañosa, evasiva. Al final descubrimos que somos nuestros propios jueces, nuestros inquisidores. Es fácil perdonar al prójimo, su pecado es externo, no se incrusta en nuestra moralidad. Pero ¿cómo amnistiarnos si las faltas propias nos acompañarán siempre, nos van modelando a cada paso, nos hacen diferentes a unos de otros y nos consagran como seres falibles?


La luz virgen del nuevo día cruza el cristal y traspasa las retinas cansadas de tanto cansancio acumulado. Al levantarse los huesos son un poco más viejos, como el cuerpo al que sostienen; han perdido la agilidad de antaño. Es solo una masa orgánica que se va pudriendo con el tempo. Acepta esa imperfección, la asume como algo inexorable. Solo le resta entonces adecentar el alma, aprender las lecciones que le imparte la conciencia, y aplicárselas en ese nuevo día. Quizás entonces, cuando la noche vuelva, pueda conciliar al fin el sueño, sin contar los miles de tics tacs en el reloj de la mesilla, y sin echar de menos imágenes colgadas en las vacías paredes blancas.


Guillermo Peregrino, desde algún lugar remoto, en junio de 2012.

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