Opinión

Madre y abuela

Desde luego yo no sé si habrá reencarnación cuando se acabe esta vida, pero si la hay yo me quiero reencarnar en hombre”. Fueron los penúltimos pensamientos de ese día antes de dejarse caer rendida de cansancio en la orejera del salón, después de haber dejado recogido la cocina y preparada parte de la comida del día siguiente, en el que sus hijos y nietos iban a ir a comer, como casi todos los domingos, “a casa de la abuela”. Estaba deseando meterse en la cama después de dieciséis horas de trabajo gratuito e ininterrumpido; pero quizás porque siempre había sido así, y ahora para qué cambiar, no quería dejar a su marido solo en el salón, y por eso aguardaba paciente a que él se despertarse del letargo sonoro en el que se había sumido una hora y pico antes, agarrado al mando de la televisión, viendo su programa de deportes favorito. Ella se moría de sueño, pero lo esperaría para irse juntos a la cama. 

Y mientras lo hacía se quedó mirando fijamente a su consorte, y le dio por pensar que ya llevaban cincuenta años juntos. Lo quería con la serenidad y la ternura que son patrimonio exclusivo de la vejez. O de la tercera edad, dicen ahora, como si con ese eufemismo fuesen a desaparecer las múltiples arrugas de la cara y la certeza de que el último tramo está más cerca. Cincuenta años desde que se había enamorado de aquel joven apuesto al que había regalado su virginidad a los veintitrés años, llena de vergüenza en la habitación del coqueto hotel de una población costera. Y ella, sin apenas tiempo para poder disfrutar del nuevo estatus de mujer casada y libre de la férrea disciplina devota de sus padres, enseguida dio a luz, uno detrás de otro, a sus cuatro hijos. Entonces, sin dejar de amar y de atender a su marido, se volcó en aquellos, se hizo madre, educadora y profesora particular, mientras el padre trabajaba fuera de casa (o trabajaba sin más, como se decía antes); las jornadas interminables desde las primeras horas del día hasta que vencía la noche las encaraba con la fortaleza de sus huesos y músculos aún jóvenes, pese a que su cuerpo ya nunca recuperaría la turgencia anterior a los cuatro partos. Y así, sin que nadie la avisase de la tiranía del paso del tiempo, fue ocupando el suyo en volcarse en su familia, dejando arrinconadas sus ilusas aspiraciones, las que a nadie llegó a confesar, en un recodo lejano de sus sueños. 

Los hijos crecieron, pero la madre nunca dejó de estar pendiente de ellos; las canas y los pliegues de su cara le decían cada mañana en el espejo que ya pocos la recordarían cuando era joven, pese a que ella se afanaba en no quedar desfasada por los tiempos modernos. Eran los únicos momentos de reflexión íntima que se permitía en el día, porque seguía siendo la economista de la empresa del hogar, la consultora que recogía los llantos de los primeros desamores juveniles, la chef que se devanaba los sesos por preparar cada semana un menú variado que contentase a todos los comensales, y el hombro paciente en el que a veces descargaba su malhumor el marido cuando venía cabreado del trabajo, y no estaba para aguantar las tonterías de la casa. Y ella lo consolaba, le decía que no se preocupase, sin mostrarle contrariedad alguna por el hecho de que él no se interesase por cómo le había ido el día a ella.

Ahora era una abuela mayor. Sentada al lado de su compañero, rendida de cansancio, se volvió a plantear la cuestión inicial: si volviese a nacer, ¿querría ser un hombre? No sabía qué responder; lo único que sabía es que sin ella, y sin todas las madres y abuelas de la tierra, el mundo se paralizaría. Por eso esbozó una sonrisa orgullosa, justo en el instante en que él le preguntó si ya había acabado el partido. “Anda, vámonos a la cama”, le dijo ella con la voz más tierna.

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