Opinión

Uso obligatorio de mascarilla y derechos fundamentales

Entre el 8 y el 28 de julio las comunidades y ciudades autónomas (excepto Canarias) decretaron disposiciones que obligan a todos los ciudadanos mayores de 6 años a utilizar mascarilla, incluso en la vía pública, con independencia de si se respeta la distancia de seguridad que establece el “Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el covid-19”, en la actualidad en trámite parlamentario como proyecto de ley.

En esas normas, dictadas con el consejo de expertos en distintas especialidades, se hacen afirmaciones como esta: “El uso generalizado de la mascarilla está demostrando ser una de las medidas más eficaces para la prevención en la transmisión de la enfermedad”. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) en sus “Recomendaciones sobre el uso de mascarillas en el contexto de la covid-19”  advierte a los países miembros de que “hasta el momento, el uso generalizado de mascarillas por las personas sanas en la comunidad no se apoya en datos de investigación de buena calidad o directos, y por ello conviene sopesar lo posibles riesgos y beneficios”.

En este sentido, las autonomías y el estado ocultan a la población dichos riesgos (que podrían ser la causa, hecho aún por investigar, de los rebrotes tras la aplicación de las referidas disposiciones), de los que destacan dos: 1) “Posible aumento de la contaminación de la mascarilla por el usuario debido a la manipulación de esta, seguida del tocamiento de los ojos con las manos contaminadas”, 2) “Una falsa sensación de seguridad que puede propiciar una observancia menos rigurosa de otras medidas preventivas esenciales como el distanciamiento físico y la higiene de manos”.

Estos riesgos se incrementan porque los gobernantes obvian la realidad: que los humanos, por nuestra naturaleza social, y porque nos inculcan que protege con garantía del contagio, cuando portamos mascarilla no mantenemos la distancia de seguridad. Y porque se insta a la gente a estar quitándosela y poniéndosela continuamente, sobre todo cuando acude a las terrazas, a la playa, a la piscina... Como consecuencia se pone en peligro nuestra vida, derecho fundamental protegido por el artículo 15 de la Constitución.

No hay, pues, evidencia científica de que las mascarillas salvaguarden de las infecciones transmisibles; pero sí la hay de que un tapabocas mal utilizado se contamina con virus al relacionarnos de manera cercana con otras personas y al tocarlo con las manos, con lo cual se transforma en una fuente de infección para quien lo está utilizando y manipulando y, a través de contaminación cruzada, para el resto de la población. De este modo se está atentando contra la salud pública, que es el bien social a proteger.

Por otra parte, no existe proporcionalidad ni comparabilidad, en lo que a la prevención de la transmisión se refiere, entre la hipotética efectividad del uso universal de la mascarilla y la detección y el aislamiento de los contagiados y de sus contactos estrechos. Las recientes manifestaciones del director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, en este sentido son concluyentes: “El rastreo de los contactos de infectados por la covid-19 es una de las claves para el control de la pandemia de coronavirus en el mundo y poder así salvar vidas mientras no exista una vacuna”. No obstante, en España este rastreo es ridículo: se localizan de media tan solo tres o cuatro contactos por cada caso confirmado.

En las decisiones de los gobiernos priman los intereses económicos, que no cabe duda se deben de proteger, pero se está actuando como si los derechos humanos decayesen de forma selectiva. Además del derecho a la vida, el más afectado por estas actuaciones está siendo el derecho fundamental a la propia imagen, muy vinculado con la dignidad de la persona.  

Pero en esta cuestión el derecho a la propia imagen no es de carácter mercantil, sino que se inserta en el ámbito de la moralidad, del libre desarrollo de la personalidad y de la dignidad del ser humano. Se fundamenta en el derecho que tiene cada persona a mostrar a los demás, y a sí misma, la imagen que desee.

Ningún poder público puede obligar a los ciudadanos; seres libres, racionales, responsables y autoconscientes, a llevar una ropa o unos complementos de vestir determinados (sombrero, gafas, zapatos...) y tampoco a utilizar de forma continua mascarilla, cuyos riesgos no son en absoluto despreciables en tanto y cuanto ponen en peligro su salud y la de la comunidad; en tanto y cuanto existen alternativas que ofrecen una mayor garantía de protección individual y colectiva al tiempo que evitan esos riesgos. 

Los tapabocas alteran y pervierten una parte fundamental de nuestro cuerpo: el rostro. Esencial para reconocernos a nosotros mismos como individuos y también para identificar a los otros. Sin esta posibilidad de autoidentificación y autoaceptación, la persona se ve privada de un elemento esencial de su ser individual y social: la gente no se reconoce, los amigos no se saludan, los desconocidos recelan.

Si para intentar derrotar al SARS-CoV-2, además de poner en peligro nuestra vida se cancelan los valores y principios en los que se sustenta nuestra sociabilidad, no podremos hablar de un nuevo logro del ser humano, sino de un retroceso a la época de las cavernas.

Entonces, los derrotados seremos nosotros: los ciudadanos.

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