Opinión

Cunqueiro: guerra, amor y gastronomía

Álvaro Cunqueiro alude a uno de los procedimientos tradicionales de conservación de los alimentos, que es al propio tiempo una fórmula gastronómica de gran positividad: el escabeche. Aborda el tema en uno de sus ensayos sobre el arte culinario: el titulado La buena cocina, que forma parte del libro escrito conjuntamente con José María Castroviejo: Viaje por los montes y chimeneas de Galicia. Menciona en particular al conejo, “amigo del silencio, de los bosques y de la luna”, al decir de Chateaubriand. Se almorzaba en escabeche por las tierras entre Guitiriz y Monterroso y fue un plato muy de Astorga, “desde donde nos lo trajeron los pioneros maragatos”. En la culinaria cunqueiriana, las castañas fungen de complemento relevante, para las becadas y perdices, por vía de ejemplo. Adornaba a las perdices escabechadas con el acompañamiento de un puré de castañas. Más no le atribuía al fruto del castaño únicamente utilidad en calidad de guarnición. Por tal motivo, don Álvaro detalla la manera en que convenía preparar las castañas para los gozosos rellenos: se mondan por completo y se ponen a cocer con una cebolla por espacio de diez minutos. Se lavan después en agua fría y se divide cada una en dos partes. En nuestros días, la industria de la conserva gallega -y muy especialmente ourensana- nos facilita mucho las cosas presentándonos las castañas al natural, convenientemente peladas, o bien ya cocidas, con una calidad perfectamente aceptable.

Emilia Pardo Bazán señala, por su parte, en La cocina española antigua, que los escabeches de perdices resultan inmejorables. Recopila un par de recetas de las que se hacían en su época, y también otra, particularmente interesante, para escabechar la carne de cerdo -que, como todo buen campesino sabe, es también un ave (al menos en intención): de ahí la popular expresión: ¡Si el cerdo volara, no habría ave que la superara! - Prescribe para la tarea: vino blanco, aguardiente o ron, además de caldo desengrasado, una cebolla en ruedas, sal, pimienta en grano, tomillo, zanahorias y la indispensable hoja de laurel.

No consiente Cunqueiro que nos olvidemos tampoco de las codornices, que aman la caricia del sol. “Engordan y engrasan, beatas ellas, haciendo pasar a sus mantecas los granos y las hierbas de que se alimentan, tomando ellas mismas el  trabajo de cebarse de comida, sol y quietud”. Ave volandera de vita beata que bien saben apreciar los que tienen el espíritu sosegado. Narra también una historia que convendrá evocar aquí: Refinados franceses, adscritos a la teorización del miedo como artificio culinario, conocieron las épocas en que se juzgaron más apetecibles las carnes de las codornices cuando llevaban impresa la fatiga de la migración ardua. Mandaban así a sus arqueros que las flecharan a medida que iban llegando allá por el mes de mayo. Y ya metidas las manos hasta los codos en la harina literaria francesa es de saber que a Alfonso Daudet le apetecía catar las codornices en salsa de escabeche, perfumadas con hinojo y perejil, extraídas de la frasca de vidrio en la que se conservaban apiñadas.

Una pizca de poesía ahora que asistimos a la consagración de la primavera -época oportuna para escuchar a Stravinsky y leer a Carpentier-, para concluir con el viaje cunqueiriano por los montes y lareiras de Galicia: “Mirad la flor del pino, / ¡válgame Dios!”, exclamaba gozoso el rey don Denis, pues es posible creer que la flor del pino sirve como primaveral adobo de la codorniz, y para anunciar también que ha llegado el tiempo de los mayos, con la  germinación de los amores en  agraz, pero también de las fieras guerras que a todos ponían espanto”. La primavera señalaba antaño el final del período de armisticio, sellado por cada ser viviente con sus propias pasiones, y por los combatientes en liza, pues la recia invernada solía hacer impracticables las antiguas hostilidades. Cosa distinta a lo que sucede hoy en día, en que la tecnología permite también la guerra invernal. Reconozcamos que ciertos avances no representan un progreso real. Mejor nos iría si atendiéramos más a la gastronomía, un capítulo en que el ser humano ha puesto siempre más imaginación que en el amor y en la guerra.

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