la queja como deporte

Este país nuestro, que vive como agachado, asustado y sobrecogido al suroeste del norte, se nos ha convertido en una nación de quejumbrosas suspicacias.
Cada calle es un lamento indefinible, un madero crujiendo su abandono en el fuego infinito de la península extenuada. Es cierto que conocemos nuestras limitaciones, nuestros obstáculos, nuestras dificultades; sabemos que las puertas de los bancos se cierran nada más empieces a nombrar una palabra: “prést..., que en las oficinas de muchas empresas, tiendas y establecimientos comerciales, los currículos se amontonan como las hojas en una esquina de noviembre, que la gente hace malabarismos para sobresalir a la intranquilidad del bolsillo, que muchos cincuentones ansían que los años pasen raudos y llegar indemnes a una digna jubilación, aunque ello suponga, evidentemente, convertirse en anciano incipiente, en una dolencia que camina.

Tampoco podemos ignorar los miles (¿serán millones?) de carteles indicando Se alquila o aquellos que se multiplican como la hiedra: Se vende, en fachadas, ventanas y bajos de nuestras calles y avenidas, ahora transformadas en zona de desastre, de abandono e incertidumbre; que los combustibles tienen precio de oro, aunque no se puedan atesorar; que el recibo de la energía eléctrica avanza con demasiada energía, que las paredes de nuestros salones se adornan de títulos empolvados e inútiles, y a todo ello hay agregar el monstruo de la corrupción deambulando a sus anchas del Cabo de Creus a Finisterre y de Tarifa a Santander, convirtiéndose en la lluvia ácida que azota los sembrados del futuro.

Y nos quejamos por todo, y volvemos a quejarnos, hasta los que gobiernan proclaman su queja acomodaticia, como si la queja se hubiera convertido en una forma de vida, compitiendo con el aceite de oliva o el jamón serrano, como producto de consumo y orgullo nacional. Uno sale de casa a primera hora de la mañana y solo ve rostros adustos, miradas desconfiadas, tics nerviosos de inseguridad, como si la angustia fuera esa nube negra que amenaza nuestros amaneceres, bajo un cielo de días confusos, de tardes imprecisas, de horizontes sospechosos.

Decía Sartre: ¿Llegamos a disipar o a disminuir nuestra angustia? Lo cierto es que no podríamos suprimirla puesto que nosotros mismos somos angustia. Y un descontento, una queja, un lamento; somos el pueblo que se hizo rico de conciencia, pero con las alforjas vacías y los ojos vendados a la realidad. Nos llenamos la boca de ilusión, de optimismo, de artificios, pensando que eran el mejor manjar para los atribulados estómagos. Todos los vocablos grandilocuentes no se volvieron un axioma aunque se repitieran como un eco en las paredes inciertas de la generosidad, y fueron cayendo uno a uno, año tras año, como un castillo de naipes en la mesa transparente de la verdad.

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