CEMENTO

Una casa de cemento es siempre desagradable, pero si se levanta en una ciudad como la nuestra, rodeada de canteras de soberbios granitos (Quintela, Rante, Barra de Miño, Piñor), a más de ser desagradable, es una ofensa a la constitución geológica del país y a la naturaleza misma de las cosas.
El cemento, barro cuajado en definitiva, es repudiable sin ningún género de atenuaciones. Su superficie es rugosa, áspera y triste; no se le puede pulimentar ni labrar; es inadecuado para recibir cualquier clase de decoración y los edificios construidos con él son lisos, desolados y fríos; y como sus elementos constitutivos no aparecen en ellos patentes y diferenciados, repelen, a veces, como una cara sin facciones. Ante una de estas casas las siete lámparas, que para alumbrar a la diosa Arquitectura encendió el viejo Rurkín, se apagan por sí solas.

No es de hoy el uso de materiales de construcción pobres o poco nobles, pero lo que sí es de hoy es su exhibición desvergonzada. Hace más de cinco mil años los caldeos, que no tenían piedra, edificaban con adobes secados al sol; pero, conscientes del escaso decoro de su obra, se esforzaban en disimularla, creando por medio de zonas salientes, dispuestas de trecho en trecho, un mundo de sombras longitudinales sobre los muros de sus palacios y de sus templos, y eso cuando no procuraban tapar estos mismos muros con ladrillos esmaltados, plenos de arte y de colores vivos que hicieran olvidar la sorda y terrosa masa que debajo de ellos se extendía.

Es sabido también que los romanos, grandes constructores de obras destinadas a la comodidad o a la diversión de las gentes, emplearon pródigamente un hormigón formado con puzzolona y arena; pero no se les ocurrió, en ningún caso, mostrarlo en toda su miseria grisácea y compacta, sino que con cuidado sumo lo disimularon cubriéndolo con paramentos de losa de piedra o con un plaqueado de mármol. Pero lo que no se atrevieron a hacer los caldeos ni los romanos lo hicimos nosotros, y ahí están nuestras civilizadas ciudades luciendo, sin ningún disimulo ni tapadera, superficies inmensas de cemento desnudo, pintarrajeado a veces de un color o de otro, y gritando con toda su voz que la época actual llega al cinismo en su desprecio a todo lo bello y también que los ricos de hoy, que son los que, en resumen, construyen y levantan, han olvidado una función que los ricos de otros siglos, tenían muy presente: la función de creadores o fomentadores de cosas bellas.

No quiero hablar de los Pazzi, de los Serovegni o de los Medici, ni siquiera de los Mendozas; quiero referirme a gentes mucho más humildes, escondidas en la oscuridad de nuestro pequeño Orense, que no disponían, ni mucho menos, de fortunas principescas, y que a pesar de ello supieron dejar unido a su memoria un rastro de suave luz.

Fueron los Morera, una familia de prebendados y regidores, la que mandó tallar el altar de la Quinta Angustia, tan lleno de patética emoción en su retablo, como elegante y señoril en sus columnas y hornacinas. Un deán de mediados del siglo XVII, el deán Armada y Araujo, fue el que ofrendó la capilla en que aparece, tratada de modo pintoresco y enérgico, la escena de la conversión de San Pablo en el camino de Damasco, y en la que pueden contemplarse unos de los primeros fustes salomónicos con adornos de hojas de vid, que se labraron en España; y otra familia de regidores, la de los Argiz, levantó a sus expensas el hermosísimo retablo de la Asunción de Nuestra Señora, todo él riqueza y vibración barroca; y así podríamos continuar enumerando sin salir de la basílica orensana, retablos y capillas de los que brota una suave luz de arte y que fueron pagados con el dinero de gentes que social y económicamente pueden compararse, no con los grandes capitalistas de ahora, sino con la porción medianamente acomodada de nuestra clase burguesa.

Y eran estos hombres y estas familias, que nunca llegaban a la opulencia, las que ofrecían a Dios estos pequeños monumentos de su piedad, y los que ofrecían también a todas las gentes, lo mismo a los labriegos que a los de la ciudad, igual al hidalgo que al de condición llana, un espectáculo y una lección de arte concebida y ejecutada para tener una duración de siglos.

¿Cuántos son hoy los que pudiendo, hacen lo que hicieron antaño los prebendados y regidores? ¿Quiénes los que, disponiendo de medios, encienden luces de belleza en honor de la Divinidad? Pocos, tan pocos, que en nuestra Galicia sobran para contarlos los dedos de una mano.
Es posible que todas las cosas aparezcan cuando deban aparecer; es posible que el cemento descarado y desnudo se exhiba hoy como una exteriorización, como una materialización de los tiempos actuales, es posible que el triste y gris cemento, a más de estar en las paredes de las casas, esté en las costumbres, en las manera y en nuestra propia alma.

(Articulo publicado en La Región en los años 60 y recopilado en el libro
'Cosas de Ourense' - 1969-)

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