Opinión

Volveremos a las piñas

Recuerdo muchas cosas, quizá excesivo número de ellas, relacionadas o incluso acontecidas durante los primeros tiempos de mi vida; por eso suelo hablar en muy pocas ocasiones de algo con lo que se pueda relacionar la magnitud de mi memoria con mi capacidad de fabulación, algo que creo haber demostrado, ya que la tengo en proporción notable respecto de las de mis conciudadanos, qué le vamos a hacer. No pondré ejemplos para no incurrir en ninguna de las valoraciones que cito.

Hace unos días, regresando de Madrid en tren, contemplaba, a través de los cristales de las ventanillas, el paisaje que la provincia de Ourense ofrece, a uno y otro lado de la vía del ferrocarril, recordando lo que tantas veces me fue descrito antes de convertirme yo en el viejo de la casa y empezar a silenciarlo porque las generaciones que siguen a las nuestras habitan ya en otro mundo y ven cosas que antes no existían.

¿Qué me describían, a mí y mi digamos capacidad de fabulación? Pues ni más ni menos las cabalgadas a las que me sometía mi padre cuando, siendo yo de meses, iba a visitar algún enfermo hacia Taboadela, camino de Santa Mariña Augas Santas o de cualquier otro lugar de los alrededores de Allariz, en los momentos en los que mi abuelo tenía que hacer lo mismo solo que en otra dirección. Entonces los tiempos eran así.

Quizá mi padre me llevaba con él porque soñase con que yo llegaría a ser, algún día, el médico que él nunca pudo ser enteramente o, dicho de una manera más simple e incluso más exacta, porque desease que amase aquel paisaje como él lo amó durante todo el tiempo que duró su muy corta vida. Médico no lo fui. Solamente mi hermana pequeña lo es, la única de una larga tradición de médicos y boticarios. Lo que sí soy es un enamorado del paisaje que el tren todavía nos descubre. Lo hace en una sucesión de retazos carentes de la continuidad de antaño. Lo que antes estaba ocupado de robles y castaños, de acebos y madroños, de nogales y manzanos, también de higueras y perales, de pavieiros –que es como siempre llamamos nosotros a los melocotones de blancas y jugosas carnes- de almendros, y cerezos, de avellanos o perales, todo ello, ha sido desplazado de modo irreverente e insano.

No recuerdo que mi padre me llevase con él sobre un caballo. Sé que igual hoy lo acusarían de maltrato. Pero tengo grabado a fuego en mi memoria el paisaje que fue y se ha ido desvaneciendo como solamente las ensoñaciones suelen hacerlo. De repente ya no están y solo eres capaz de recuperar retazos de ellas, como en el tren cuando regresas a Galicia.

Será porque no me lo contaron, sino porque lo conté yo varias veces, por lo que recuerdo con precisión como una vez que regresé a Pontevedra por el alto d’O Paraño –El Paramio, solía decir la gente fina de entonces- a bordo del coche de un portugués que se había casado con una sobrina de la señora del primer piso encima del que vivían mis padres, éste, el portugués que vivía en Madeira, me hizo ver el atraso de mi provincia ourensana respecto de la pontevedresa de mis tres hermanos y del mar que yo amé desde pequeño y al que todavía le soy fiel; Breogán quiera que por muchos años.

Se basaba, aquel descendiente de Vasco da Gama, en el hecho incontrovertible de que mientras Pontevedra gozaba de una intensa repoblación forestal, Ourense carecía de ella por completo. Ahora ya no. Ahora ya están igualadas. Lo están al menos en que en las dos crecen por igual los puñeteros pinos que tan bien arden cuando transcurren los veranos y el sol aprieta incendiando esa yesca formada por las hojas de los pinos convertidas en lo que los gallegos conocemos como faisca.

También recuerdo con cierta precisión las fotografías que nos ofrecía la prensa para que contemplásemos la miseria soviética: mujeres revestidas con sacos de patatas, puestos como delantales, mientras picaban piedras en las orillas de las carreteras. Aquello no se veía en Ourense, al menos yo no lo veía, pero sí lo veía en Pontevedra en donde lo hacían para preparar las pistas forestales. Tampoco había en Ourense rapaces das piñas, niños que ayudasen al sustento familiar encaramándose en los pinos para echarlas debajo de forma que después sus madres pudiesen ir vendiéndolas de casa en casa.

Desde entonces el mundo ha ido cambiando mucho; sin embargo nada es eterno. Ahora que Rajoy está poniendo a la mayoría de los ciudadanos en su sitio -¿qué es eso de que ahora cualquiera sea socio del casino?- hasta es posible que volvamos a las piñas, a las de encender el fuego, no a las que se prodigan cuando los que se encienden son los ánimos, de modo que hasta acabemos por bendecir los pinares y las simpáticas ardillas que en mi niñez solo era posible contemplar en los dibujos animados. No es por hacer un juego de palabras pero no creo que, en esas ocasiones, se pueda afirmar con toda seriedad que los ciudadanos estén, entre sí, partir un piñón.

¡Ah, la memoria, la consciencia de lo transmitido!; es decir, de las cabalgadas a lomos de un animal montado por mi padre, en contraposición a los recuerdos, o sea, a la recuperación de lo personalmente vivido.

En los años que rememoré el otro día, por la Derrasa, la gente se alumbraba con la luz de un quinqué, aparato al parecer mucho más moderno que el candil, del que todavía se valían en no pocos lugares de la costa; servidor los recuerda de carburo y recuerda también el temor a que explotasen cuando estaban siendo encendidos.

Entonces la gente empezaba a trabajar para vivir y poco a poco empezó a vivir para trabajar. Vivir comprendía ir de vacaciones, darles estudios a los hijos, ver como estos superaban a sus padres, viajar de vez en cuando, cenar fuera los sábados y olvidarse de las piñas; de unas y de otras, pues de las dos nuestra sociedad había estado bien abastecida. Ahora vivimos para trabajar y todavía agradecidos por poder ganar un sueldo.

Ojalá ese tren que cada vez viaja más aprisa y nos acerca el mundo sin alejarnos de la Tierra volviese a discurrir por en medio de sotos de castaños, de prados siempre verdes y ríos tan llenos de vida como estuvieron antaño, cuando todavía no nos creíamos que pudiese haber pececitos de colores ni pájaros de altos vuelos como los que empiezan a oscurecer el sol.

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