Opinión

El bueno, el chulo y el malo

Alguien entre los periodistas que ejercen la información deportiva en esta ciudad nuestra me puso en antecedentes algún día de cómo se las gastaba Luis Enrique, el actual entrenador del CF. Barcelona. El técnico asturiano se había convertido en una versión perversa de aquel joven jugador al que el bárbaro de Tassotti partió las narices de un codazo en los campeonatos del Mundo de Estados Unidos ante la indignante y cómplice presencia del árbitro. Luis Enrique lloró amargamente más por la humillación incalificable e injusta a la que le sometió el árbitro húngaro Sandor Pulh que por el dolor de su nariz fracturada por la que manaba la sangre a chorros. Al jugador le costó una operación de tabique y a España el pase a semifinales. A ambos, al asturiano y al país, les originó un oscuro y comprensible trauma.

El futbolista desnarigado ha devenido en un entrenador orgulloso y faltón al que su desmedido ego -que ya apuntaba en su época como futbolista- le ha crecido hasta manifestarse sin control, hiriente, irrespetuoso, vulgar y desaforado. Y así me lo contaron a mí los pobres chicos deportivos que tenían que lidiar con él y sus chulerías cada dos por tres en las instalaciones de A Madroa donde se hizo instalar un andamio para contemplar los entrenamientos de su gente a vista de pájaro.

Cuando se gana todo es disculpable, y las groserías de un técnico que cuando era futbolista brindaba cortes de maga a la grada, se minimizan en favor de buenos resultados. Luis Enrique fue un soberbio en Italia, lo fue en Vigo y lo está siendo en Barcelona donde se ha servido de una comparecencia tras un encuentro perdido, para humillar de forma gratuita a un periodista como aquel árbitro húngaro hizo con él cuando Tassotti le arreó el meneo. La actitud de Luis Enrique puede tener su oculta raíz en la frustración que aquel episodio de julio del 94 sembró en su ánimo, pero el trauma no exculpa. “¿Cómo ha dicho usted que se llama?- le respondió al periodista que le preguntaba sobre una cuestión tan palmaria como el estado de forma de sus jugadores. “Víctor Malo -respondió el aludido”. “Ya me parecía a mí. Es lógico. Otra pregunta”.

Como me conozco sé que yo no me callaría. “Yo seré Malo –le respondería- pero usted es gilipollas” y me marcharía de la sala. Resumiendo: yo soy el bueno, Luis Enrique el chulo y Víctor Malo el que se quedó callado.

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