Opinión

LA PUERTA DEL INFIERNO

Hubo que asistir a toda una revolución en el desarrollo de las leyes para que desde del Ministerio de Sanidad alumbraran la buena idea de prohibir el consumo de tabaco en lugares públicos. Este avance dio como resultado una norma que en su momento generó polémica entre hosteleros y fumadores, pero que era exigible para proteger a los fumadores pasivos.


Pero esa medida puede acabar en saco roto si luego las autoridades se relajan permitiendo nuevos modelos que socavan esa ley: desembarcan en el mercado los nuevos dispositivos electrónicos para fumar, pero con toda una batería de diferencias. La primera es que no emite humo mientras se utiliza, a excepción del que expele su usuario por la boca, y que en nada difiere del cigarrillo tradicional: el mismo olor unido a la emisión al aire de partículas contaminantes en suspensión, por mucho que viajen en vapor en lugar de humo.


Luego viene la agresividad de su promoción: bajo el argumento de ser teóricamente concebidos para deshabituar del tabaquismo, ofrecen un abanico de sabores con nicotina, frivolizando el consumo de un alcaloide que según todos los expertos es mucho más adictivo que la heroína. La falacia de que hipotéticamente no son tan dañinos, unido a la diversidad de aromas frutales y florales, genera la engañosa percepción que tiende a ocultar que su uso genera un consumo que provoca adicción y que causa daños en la salud.


Por otro lado, mientras a los productores de tabaco se les exige pruebas para establecer los contaminantes que contiene su producto, lo único que se sabe de los cigarrillos electrónicos es que algunos llegan a la osadía de publicitar que poseen una serie de patentes que a su juicio lo hacen sano, cuando cualquier patente, lejos de garantizar ningún tipo de eficacia, seguridad o salubridad, lo único que aseguran es la propiedad industrial de su titular.


Lo único objetivo es que disfrazado bajo aromas de frutas y otras fragancias exóticas se fomenta el consumo de nicotina, ofrecida en el interior de unas botellitas cuyo contenido real es una incógnita. Si el tabaco era malo en un cigarrillo tradicional, según afirma la Sociedad Española de Neumología, el cigarrillo electrónico no es mejor, y a ello abría que añadir que posiblemente más peligroso ante el falso espejismo de su aparente inocencia.


Pero el mayor problema que plantea su extensión es el beneplácito social que ve en él un mal menor, cuando en realidad se trata de un dispositivo apto para que pueda ser utilizado con cualquier sustancia, simplificando y facilitando incluso el consumo de cualquier estupefaciente fumado: hachís, opio, heroína, etc.


España es un país en el que demasiados productos funcionan con una autorización sanitaria temporal revisable, que no acelera la máqu ina administrativa hasta que se produce un desastre. ¿No serán ya horas de exigir estudios pormenorizados del uso del cigarrillo electrónico? ¿Cuánto tardarán los narcotraficantes en reparar en las posibilidades que este dispositivo facilita a su comercio? Ese es el riesgo al que deben estar atentos las autoridades y la sociedad en general, porque la puerta del infierno normalmente siempre se presenta bajo un aspecto amable.

Te puede interesar