Opinión

AY, SANTIAGO!

Este miércoles pasado nos golpeó la tragedia. Lo hizo en general a todo un pueblo, el humano, muy en particular al gallego, e íntimamente a ochenta familias, como mínimo. Y lo hizo, qué curioso, cuando nos disponíamos a festejar nuestro día, simbólico 25 de julio, como si el Apóstol hubiera decidido a última hora pasar de nosotros y aguarnos su fiesta por algún tipo de inextricable razón que nos obnubila la nuestra. Inextricable razón o respondona sinrazón al ¿porqué este día precisamente? Preguntas desde el corazón roto de Galicia, como puzle de sentimientos que ha desparramado sus piezas con tan duro impacto.


La noticia resultó un mazazo que en su confusión atrajo un primer estado de aturdimiento que pronto dejó paso a la preocupación y el miedo, porque el tren maldito, tren de la muerte, pasó tan cerca, de Ourense, que lo peor aún podía ser. Así, la muy cercana posibilidad que en él hubiera subido algún ser querido nos estremece solo de pensarlo; el día era propicio, aún más, el día es el tal para que cualquier padre ourensano recomendara al hijo con ganas de marcha de los festejos en Santiago que lo cogiera, que pillase este tren que le haría llegar en hora apropiada para disfrutar toda la noche de fiesta, hasta su vuelta el día siguiente con la mayor comodidad y sin ningún riesgo: 'hijo ven en tren', cual sustituto natural en la mente generacional de quien creció con el famoso eslogan de seguridad viajera, 'Papá ven en tren', hoy coyunturalmente puesto del revés y por el paso del tiempo. De angustia pasamos a la tristeza aliviada por la suerte de no ser la mala y extrema que clavó sus garras en las entrañas de otros como puñal mortal del destino; tristeza inmensa, eso sí, por la empatía con el prójimo, algunos ourensanos, por su dolor inmenso de lágrimas negras que lavan cualquier cotidiana inmundicia egoísta con su simple vista.


Tragedia de records (el mayor accidente de tren en España en cuarenta años, ochenta muertos, treinta y dos heridos), e investigación, a fin de conocer la causa de este gigantesco ataúd sobre ruedas en que se ha convertido este tren Alvia. En un primer momento, el ruido y magnitud hicieron pensar a más de uno en primos trenes de Atocha, en otro fatal atentado, si bien aquí no había motivo guerrero ni coyuntura electoral; pero sí fecha festiva del 'apóstol Matamoros' que cualquier fanático de mente enfermiza pudiera entregar como ofrenda y siembra de terrorífica idea; alguien apuntó la posibilidad del atentado persuadido por una casi imperceptible explosión antes del descarrilamiento. Descartada tal hipótesis, la causa parece estar en la velocidad, ciento noventa por hora en lugar de ochenta siempre resultará un desfase suicida, si bien se abre la incógnita de la responsabilidad: ¿error humano o técnico, de sistema de seguridad ERMTS, ASFA, o vacío entre los dos?; responsabilidades de naturaleza presupuestaria, ¿qué hace una curva como ésta en un lugar y vía de alta velocidad?; incluso discutible repercusión de obsesión moderna por recortar tiempo al espacio, donde la prisa por llegar es protagonista de cualquier trayecto y que en este luctuoso caso fue peor consejera que nunca hasta llevarnos hacia ninguna parte, al menos parte que conozcamos por nuestro medios sensoriales aunque siempre nos quede la esperanza de que en algún rincón del alma ?


Pero hoy la causa no es lo importante sino la consecuencia; no es momento, pues, para ningún dedo acusador sino para ponerlo en los labios, verticalmente, donde además de invitar a respetuoso silencio levante la oración por los muertos y su descanso en paz. Quedémonos hoy con el amor al prójimo que vive en nosotros, como ha demostrado la gente que se ha volcado en la ayuda voluntaria o profesionalmente, que ha desangrado su cuerpo en íntima solidaridad, o que vierte sus lágrimas en el volcán embravecido de dolor en que se ha convertido esta tragedia para muchos; y, por supuesto, el deseo de una feliz recuperación a todos los heridos.

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