Opinión

El hombre que se bebía el agua de los floreros

Comenzó a correr por el Campus la insidia de que nuestro queridísimo profesor era un borrachín. Lo suyo no era una cogorza de Pascuas a Ramos, sino lo que ellos denominaban, en su lenguaje soez, un permanente “pedo”. Con todo, incrédulos, vinimos en escuchar, al principio con dolor, cómo corría entre el alumnado esa especie que todo lo perturbaba. 

Tuve la oportunidad de conocer a aquel hombre bueno que también era un sabio. No es la universidad el lugar en el que se suelen concentrar más sabios por metro cuadrado. Por eso, nosotros que éramos unos pipiolos nos aficionamos a ser los discípulos predilectos de aquel profesor tan brillante.

Lo habitual en un individuo de altas capacidades es ser también un tipo creativo. Éste lo era y aquella ciencia que estudiábamos se veía, favorecida por este hombre docto y erudito. Su forma de pensar se alejaba de la tradicional y su forma de hablar y de exponer los temas era tan llamativa porque tenía ese halo de lo novedoso.

Pasados algunos meses su fama entre los nuevos alumnos comenzó a decaer, cosa que suele suceder ya que el paso del tiempo va desdibujando todo. Aún quedábamos un pequeño grupo de sus discípulos que le escuchábamos con admiración y que al verle pasar inseguro, flaco, demacrado y mal peinado, pensábamos sin reticencias: “Ahí va un sabio”. 

Entonces nos sonreía y apretaba contra el pecho su mochila negra con pegatinas antediluvianas. Ya sabes lo que pasa en la universidad, el profesorado como los políticos suelen calzar sobre el hombro y a medio lado una mochila como para rejuvenecer. Suponen que con ese morral son más juveniles y populares.

Al llegar al segundo curso ya formábamos parte, como es evidente, del grupo de alumnos veteranos y empezamos a mirar a los nuevos, como el año anterior nos miraban a nosotros, con displicencia notable. Un alumno de universidad experimentado viene a ser como esos grajos que desde los postes de la luz observan el territorio para abalanzarse a pico apretado sobre cualquier lagarto que se menee. Ahora el objetivo era aquel catedrático.

Así nuestro grupo de hinchas del profesor sabio, se fue apocopando y quedamos alguno que otro, desperdigados, que le manteníamos el tributo del saludo cortés. Mientras tanto, intentamos descubrir, cual sabuesos, la verdad del rumor.

 Efectivamente olía a alcohol por las mañanas. Tanto que tiraba para atrás. Ante tal constatación pensamos abandonarle, y lo hubiésemos hecho de no ser por una de nuestras amigas. Josefina, su defensora erre que erre, se entrevistó con la esposa del profesor, una señora dulce, que la invitó a una manzanilla con galletas, en la terraza.

-Perdone que no la invite a un licor -dijo la complaciente consorte-. En nuestra casa somos todos abstemios. Fíjese que mi esposo, el profesor, padece muchísimo del dolor de muelas… Le aconsejaron lavar la boca con un poco de aguardiente, por las mañanas. Eso le alivia. No sabe el esfuerzo que hace para mantenerla un instante a boca cerrada.

Ya ve usted. Todo era un embuste sin fundamento. Aún recordamos hoy, con algo de cachondeo, a aquellos estudiantes “gilipollas” (en su lenguaje chabacano) que confundieron un sobrio e ilustre profesor de Santiago con una cuba del Ribeiro.

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