LITERATURA

Amor y deseo, en el Quijote

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photo_camera Don Quijote, por Gustave Doré, 1860.

Amores propios y ajenos, amoríos siempre. El amor en el Quijote es un amor a destiempo no siempre correspondido, empezando por su protagonista.

“Le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buen voz, y así, moviéndola a una y otra parte la despertó diciéndole: -perdóname, niña, que te despierte, pues lo hago porque gustes la mejor voz que quizás habrás oído en toda tu vida”. Clara conocía demasiado bien al infante enamorado, que le recitaba a la otra parte de la ventana, pero prefería dormir, “cada vez que lo veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto”. El mozo de posibles la pretendía, y ella “que no se sentía ni criada del susodicho”, suspiraba por el amanecer del día.

Amores propios y ajenos, amoríos siempre. El amor en el Quijote es un amor a destiempo no siempre correspondido, empezando por su protagonista. Amor y humor; de amor y de deseo, cuando no de engaño. Así, en la venta –castillo para el Quijote- (capítulo XLIII), las únicas que no dormían eran la hija de la ventera y su criada Maritormes, a la gracia de don Quijote, también insomne “que estaba fuera, armado y a caballo, que invocaba una vez más a su idealizada Dulcinea, a la que sólo su despojo de cuerpo precisaba para sus fechorías caballerescas.

Así Aldonza Lorenzo, “moza labradora y de buen parecer”, de quien estuvo enamorado se convirtió en Dulcinea; por quien aquella noche imploraba. En la cincuentena y en su delirio: “un caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma”. Le fue fiel, incluso ante los galanteos de la hija de la ventera y Maritormes que buscaban su hombría, a ellas se resistió como un bellaco, sin impedir la trampa y la burla. La trampa cruel del ventanuco enrejado. “Tomad esa mano os digo, a quien no ha tocado otra mujer alguna, ni aun la que tiene entera pasión por todo mi cuerpo”. No fue el atractivo de la carne al que sucumbió don Quijote, sí el engaño y su delirio.

Lo contrario de su Rocinante, “melancólico y triste”, a quien cabalgaba, éste venció a su dueño al olor de las otras cabalgaduras que ensilladas pedían cobijo. Con el cuerpo pendurado de la cuerda y esta atada a un cerrojo, creyó que la muñeca le cortaban. De memoria no andaba bien Quijano había olvidado otros golpes, los del arriero quien “la boca de sangre” le llenó al descubrir que él era el culpable de no gozar de Maritornes. ¡Ay, el amor!

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