CULTURA

Chez Suzy Solidor, más que un cabaret

8a843bac268d7d002f2a4e21594ee689 (1)_result
photo_camera Suzy Solidor

Suzy Solidor entonaba cada noche con su voz gruesa y sentida canciones que los marineros cantaban para sí en la proa de sus barcos.

Suzy Solidor (1900, Saint-Malo; 1983, Cagnes-sur-Mer) entonaba cada noche con su voz gruesa y sentida canciones que los marineros cantaban para sí en la proa de sus barcos. Lo hacía después de recitar a Verlaine y Baudelaire, con la dicción precisa y el corazón en cada verso. Era la estrella, en su local de la parisina Rue de Balzac, Chez Suzy Solidor (1949-1966), como antes lo fue La Vie Parisienne, cuyas paredes vieron desfilar oficiales alemanes durante la ocupación.

Por ello, cuando a media noche se apagaba la luz y otra voz pronunciaba su nombre, allí, donde antes habian actuado otros, imitadores de entretiempo, cómicos de la vida, travestís de melena al viento y piernas de quitar el aliento, el aplauso hacia ella se hacía solemne. Un local a su medida, de ambiente ambiguo y con las paredes vestidas en su vivo retrato, repetido una y mil veces. Un renglón infinito de cuadros que eran la extensión de su vida y de su fama. Entre ellos el de Van Dogen, un pintor capaz de reflejar en cada retrato de mujer la vanguardia de la mano del deseo; él fue quien la animó a cantar, después de oírla tararear un día que se dejó caer por el anticuario que la mujer tenía junto a Yvonne de Bremond d'Ars, su pareja, "Canta con tus entrañas, en vez de cantar con tu cabeza", le dijo, "Tu voz es interesante", y lo era.  


  Posó para los grandes, su altísima y andrógina figura. Tamara de Lempicka, la más sensual; Man Ray -en todo su poderío-; Picabia; Cocteau, de quien era muy amiga, Foujita, Kiesling o Bacon. Así hasta 225, muchas de aquellas pinturas hoy figuran en el Musée-Château Grimaldi, cerca de Niza, en Cagnes-sur-Mer, donados a su muerte.  
   Decía que era descendiente del corsario Surcouf; hasta cierto punto era cierto, su madre sirvió a sus descendientes; además era fácil que desde la atalaya de unas piernas sin fin, al saltar sobre la arena húmeda, imaginar el romper de las olas en el acantilado con la épica de una batalla constante.

Aquel mar de Bretaña, lleno de lobos de mar, el mismo mar que repicó noche tras noche, entre comediantes, intelectuales, y almas apresuradas de sexo. Canciones atrapadas en tierra extraña que ella interpretaba ataviada con una suerte de túnica griega, como si fuera ella el faro a iluminar a los barcos que llegan a puerto. 

Te puede interesar