MITÓMANOS

La última pirámide

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photo_camera Imagen de una pirámide.

Los egipcios levantaron pirámides durante cerca de mil años, curiosamente de más a menos. Hacia el año 1.500 antes de Cristo abandonaron para siempre su construcción. Aunque mucho más tarde se erigirían cientos de kilómetros hacia el sur, en el actual Sudán.

La primera pirámide data de la Dinastía III, hacia el año 2.650 antes de Cristo en el Imperio Antiguo, cuando el faraón Zoser (El Sagrado) encargó una tumba a Imhotep, uno de los hombres más sabios de la humanidad. Imhotep era visir de Zoser, equivalente a su primer ministro, pero también arquitecto real, sumo sacerdote  y sobre todo médico.

De hecho, se le considera el primero que merece ese título: publicó el primer tratado del que hay constancia con diagnósticos sobre enfermedades y sus tratamientos, sin apenas incluir oraciones a los dioses dentro de la curación. Imhotep era amigo del rey y decidió ser innovador construyendo en primer lugar una mastaba, de un solo piso, el sepulcro utilizado en las primeras dinastías, a la que añadió otras cinco encima conformando una pirámide escalonada.

Cuando se levantó era el mayor edificio del mundo. Pero lo realmente interesante era su mundo subterráneo, con una sucesión de pasadizos no del todo explorados todavía que se prolongan durante kilómetros. Fue el modelo seguido por sus sucesores, destacando entre ellos en la Dinastía IV el faraón Snefru (La perfección), quien evolucionó la idea. Snefru proyectó una pirámide escalonada y luego hizo otra romboidal, que fue abandonada por irregular para levantar una tercera, la Roja, que sería en adelante el paradigma. El hijo de Snefru, Jufu (Keops) haría la mayor de Egipto, llamada Ajet-en-Khufu, El horizonte de Keops, en la meseta de Guiza. Luego llegarían las pirámides del Imperio Medio, todas de gran tamaño pero peor calidad. Se encuentran en muy mal estado de conservación y prueban que el conocimiento de cómo edificar las montañas de piedra se había perdido. 

Mil años más tarde, en torno al 1.500 antes de Cristo, un oscuro rey de la Dinastía XVII encargó una pirámide en Tebas para su descanso inmortal. Poco o nada tenía que ver con los enormes monumentos del Imperio Antiguo. Sólo quedan los restos de una modesta construcción de que tendría apenas unos metros de altura y ángulos muy pronunciados. Disponía de un pequeño templo de acceso. No se construiría ninguna más. Durante las siguientes tres dinastías, los soberanos egipcios ocultarían sus momias en sepulcros bajo la arena del Valle de los Reyes. Luego otros monarcas optarían por necrópolis en el Delta.

Pero curiosamente, la pequeña última pirámide tebana de un faraón desconocido serviría de modelo para los faraones negros de la Dinastía XXV, llegados desde cientos de kilómetros al Sur, en Nubia, el reino de Napata o Kush. Los reyes nubios dominaron Egipto casi un siglo (hasta el -640), recuperando el esplendor de los mejores días. El suyo es un caso curioso: fueron conquistados en la Dinastía XVIII y acabaron convirtiéndose en los guardianes de la ortodoxia.

Durante el período nubio se instauró la orden de las Adoratrices de Amón, las sacerdotisas que dirigían el culto, que se prolongó durante los siguientes siglos. Tras su retirada con la llegada de la Dinastía XXVI, la Saíta, continuaron considerándose como los legítimos señores de la Tierra Negra. Consigo se llevaron al profundo Sur el recuerdo de las pirámides, construyendo en Sudán unas 150, todas de pequeño tamaño como las tebanas. En tiempos del emperador Augusto, una legión romana entró en el reino de Meroe-Napata y se encontró en un segundo Egipto cuajado de pirámides con una reina al frente, Amoniremes, con la que Augusto firmó la paz y fijó la frontera meridional del Imperio.

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