IN MEMORIAM DEL ABAD RESTAURADOR

Un ejemplo del Císter en Oseira

photo_camera Vista panorámica del monasterio de Oseira. (FOTO: ÓSCAR PINAL)

Con la muerte del Padre Plácido, con el abrazo místico y espiritual con que Cristo le ha acogido en las moradas eternas (así lo queremos creer) tal y como se representa en la preciosa visión de San Bernardo, se nos va el hombre, el padre, el hermano, el amigo, que ha sido testigo de excepción, en la ya casi centenaria existencia de la comunidad monástica de Oseira, tras la restauración de 1929.

No habían pasado ni 10 años desde aquella restauración de la vida regular en Oseira, cuando un joven seminarista menor, ourensano, natural de Vilardevacas, llamaba a las puertas de este viejo y derruido monasterio en plena guerra civil española, para hacerse monje (1936).

Él fue recibido en el monasterio por padre Ildefonso Junqueres, el primer superior francés, venido de la abadía fundadora de “Las Nieves”. Realizó su formación monástica inicial y sus primeros años de estudio y aprendizaje monástico, con el padre Ernesto Chazalón, segundo superior de Oseira (1941-1958), momento de florecimiento vocacional y consolidación de la comunidad muy importantes. Vivió igualmente, cuando surcaba la treintena de años, un momento de crisis comunitaria muy delicado, que dejó huella en su estilo propio de ser monje y de gobernar la casa cuando fue su abad: la paz y la concordia. Efectivamente el padre Plácido vivió el enfrentamiento en facciones: los jóvenes y los ancianos, debilitamiento de la comunión, diversas visitas institucionales de parte de la Orden para apacentar sin éxito la situación y finalmente la terrible orden de disolución de la comunidad de parte de Don Gabriel Sortais, abad general de los trapenses desde 1951 hasta 1963.

A Dios gracias nunca llegó a ejecutarse. Durante varios años el padre Plácido, permaneció en la abadía, casa madre-refundadora de Oseira: Notre Dame des Neiges. A mediados de la década de los 60, con la firme decisión de un nuevo Abad General y la resolución del Capítulo General de la Orden, Oseira cambio de paternidad a favor de la abadía española de San Isidro de Dueñas y comenzó una nueva etapa para el monasterio, regresando de sus diversos “destierros” los monjes que hicieron sus votos en Oseira desde 1929.

Padre Plácido fue preparado por Dios para ser el primer abad canónicamente elegido de Oseira (1975), tras la restauración. Su equilibrio de vida insuperable para armonizar el trabajo duro del campo, la vida litúrgica propia de los monjes, las horas pacientes, amorosas, silenciosas de lectio divina, la formación de las jóvenes generaciones, la atención a tantas personas que de modo anónimo acudían al monasterio a confesarse o a pedir consejo… y un largo etcétera de ocupaciones varias, fueron proverbiales en él.

Mi testimonio personal es de agradecimiento sincero a un monje, que fue padre para mí. Un monje curtido en las pruebas de la vida y, por ello, como su maestro, varón de dolores, sufrido donde los haya, transmisor, en cambio, de optimismo y esperanza, desde donde los sentidos naturales solo veían derrota y pesimismo. Hombre fuerte, valeroso, con una vida sencilla y ejemplar por delante, que fraguó uno de los secretos de la comunidad de Oseira más preciados, mientras él estuvo con nosotros: la familiaridad. Una familiaridad sobrenatural, simplicísima, noble. Familiaridad que era capaz de transmitir vida e ilusión con solo una mirada, familiaridad que se extendía a todos los huéspedes, peregrinos y feligreses que visitaban el monasterio; familiaridad que hacía recomponer la jornada después de un duro trabajo; familiaridad que hacía retomar la esperanza, cuando la evidencia apuntaba hacia la desolación o el desánimo. Un abad que fue padre y madre cuando tocó serlo, un abad que forjó homogeneidad espiritual en la vivencia de la Regla de San Benito, donde la heterogeneidad y la extravagancia querían sellar el camino comunitario. Un abad que fue modelo y referente constante para el que fue su sucesor, el padre José Ignacio Méndez, y que a su vez, ambos, como un legado arcano, secreto y eficaz, me transmitieron.

Queridísimo padre Plácido, como dice la Santa Regla y hoy más que nunca quisiera ver realizada en usted, (la alegre llegada a la Patria Celestial), mi afecto y consideración fraterna, mi plegaria por su eterno descanso y su intercesión por los que aún debemos andar este sendero que es la vida: Tú pues, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, y así llegarás finalmente con la protección de Dios, a las cumbres más altas de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén.

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