El lobishome de Regueiro: Dos etapas y una muerte (II parte)

Así poddría ser Romasanta.
Hay en la vida de Romasanta, dos etapas muy bien delimitadas y separadas por una muerte violenta. Una primera que es aquella que trascurre desde que se quedó viudo en 1834 y que trascurre hasta 1843, y otra, a partir de su estancia en Rebordechao dos años después, desde 1846 hasta su detención en Castilla en 1852, dos aspectos bien diferenciados de una misma existencia que muestran también los violentos cambios tanto de actitud como de ánimo y comportamiento que se originaron en él tras un primer y truculento suceso nunca bien aclarado.
Nada más quedarse viudo, Romasanta comenzó a ejercer su condición de tendero ambulante con rutas de ida y vuelta a Ponferrada donde adquiría género en el comercio de un tal Miguel Sardó en el tenía cuenta. Fue una buena relación basada en la confianza mutua que acabó abruptamente cuando la deuda con la casa que le proporcionaba el género ascendió a 600 reales, cantidad que acabaría abonando su hermano Antonio, buhonero itinerante como él, en sucesivas aportaciones que terminaron liquidando el impago. Ese primer periodo aparentemente pacífico finalizó de un modo sangriento en el verano de 1843, cuando el alguacil de León, Vicente Fernández, salió a su encuentro para reclamarle la deuda contraída en el comercio de Sardó y Romasanta parece que le dio muerte. El cadáver del funcionario fue encontrado un par de días después por arrieros maragatos en el borde del camino, mientras en una taberna de Brañuelas, un villorrio cercano al límite de León con Ourense, la tabernera declaró más tarde que un gallego muy nervioso y hambriento se había presentado en su negocio para comprar alimento, que le dio de comer pan, pimientos y un cuartillo de vino, y que el gallego siguió su ruta apenas sin abrir la boca. Aquel hombre pequeño y febril se esfumó por la montaña y los juzgados de Ponferrada no supieron del sospechoso hasta unos cuantos años después. En octubre de 1844, y a pesar de que la deuda del comercio estaba satisfecha, la Audiencia de Valladolid ratificaba el auto de procesamiento en rebeldía contra Manuel Blanco Romasanta, al que se condenaba a diez años de prisión por homicidio a pesar de encontrase en paradero desconocido. Paradójicamente, la causa no prosperó y sólo se supo de este requerimiento cuando el interfecto, ya detenido por otros delitos, se confesaba víctima de un maleficio que le hacía tornarse lobo y en cuya apariencia confesó haber asesinado y devorado posteriormente no a media docena de personas como el juez le imputaba, sino a siete más hasta redondear el número de trece. Y es que, tras permanecer oculto en San Mamede, Manuel volvió a la carretera, traficó entre Portugal y Ourense, y se ganó la vida vendiendo género muy diverso. Posteriormente, el decir popular le atribuyó sus ganancias a la venta del sebo que obtenía de sus víctimas en las boticas próximas de Portugal, capaces de utilizar aquel unto con fines terapéuticos, una posibilidad que mucho se aireó en el proceso, hoy el legajo 1.778 del Archivo Histórico del Reino de Galicia de A Coruña en el que se contiene la causa.


Del garrote vil a cadena perpetua


La primera y sorprendente confesión de Romasanta tras comparecer en el juzgado de Escalona en Toledo, instancia que decreta su devolución a Galicia, la llevó a cabo el gallego en el juzgado de Verín donde escuchan su escalofriante historia y su peregrina teoría que le vuelve licántropo sin desearlo. Dice llamarse Manuel Blanco Romasanta, natural de Regueiro, sin domicilio fijo por su oficio de tendero ambulante y de 42 años de edad. Se reconocía autor de las muertes de doce personas y añadió que lo hacía tornado en lobo como consecuencia de una maldición con la que cargó durante trece años hasta el pasado día de San Pedro.

Manifestó que era consciente de lo que así transmutado hacía, y añadió que, una vez recuperada su condición de hombre, se maldecía a sí mismo por los males causados, aunque esa llamada de la conciencia no se formulaba hasta bien pasados tres o cuatro días o incluso ocho del inicio del proceso, tiempo que le duraba su conversión. En septiembre de aquel año, el juzgado de Allaríz reclamó a Verín al detenido para someterle a procedimiento, y procedió a juzgarle y condenarle a la pena capital por nueve muertes violentas tras ser sometido a un estudio médico infame que no le resultó beneficioso. El 6 de abril de 1853 el licenciado Quintín Mosquera rubrica la sentencia cuyas conclusiones dicen así: Que declarando a Manuel Blanco Romasanta (a) Tendero, reo de los nueve homicidios que forman el primer cargo, con las circunstancias de haber sido ejecutadas las muertes con alevosía y premeditación conocida y como tal comprendido en el articulo 333 del Código penal, con las agravantes de haber sido ejecutadas las muertes en despoblado y haber intervenido abuso de confianza, comprendidas en los números 9 y 15 artículo 10 de dicho Código, le debía de condenar y condeno a la pena de muerte en garrote con imposición de costas y gastos del juicio, absolviéndole de la instancia respecto de los demás cargos que se le hicieron; entréguense a los herederos de las fallecidas, las ropas que se hallan depositadas en la escribanía, reservando a los compradores su derecho a salvo para que de él puedan usar como y contra quien vieren convenirles; désele sepultura eclesiástica a los restos mortales que constan de antecedentes.

Sin embargo, la pena no fue definitiva. Había de ser ratificada por la Audiencia de A Coruña y se cruzó la presencia de un personaje singular que a Romasanta salvó la vida. El abogado coruñés Manuel Rúa Figueroa, que en aquella instrucción que le llegó de rebote y al turno de oficio manifestó las dotes que le acompañaron durante su larga y fructífera vida profesional.


El retrato de un ‘sacauntos’

Luis García Mañá, comisario jefe de Policía de Galicia, ensayista, historiador y autor de dos excelentes novelas y muchos trabajos de investigación y reconstrucción histórica, nos ofrece un espléndido informe sobre el aspecto de Romasanta y sus características físicas basado en los estudios forenses que fue rastreando en archivos.

Según el escritor y policía, Romasanta tenía 43 años cuando fue detenido en la localidad de Nombela y era diminuto de estatura -aproximadamente 1,37 centímetros- con barba y cabello negros, medio calvo, de tez morena y sus ojos eran castaños.

Hablaba en tono muy bajo pero podía perder su natural recato tornando serenidad por altivez, ira e incluso extrema ferocidad en dependencia de las circunstancia en las que se expresara.

Un hombre con muchos altibajos de ánimo y rotundos cambios de comportamiento. En suma un hombre con graves problemas de personalidad.

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