PINTURA

M. Manxela, una pintora ourensana de pura cepa

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photo_camera Ilustración de Antonio Quesada Rodríguez.

De pequeña, durante los inviernos; se refugiaba tumbada, bajo las piernas de su abuelo, al calor de un brasero. Y allí, con sus papeles en el suelo, ya garabateaba y trazaba su mundo

Sus orígenes se remontan a Luíntra “a Terra da chispa… A Terra dos afiadores” y de “aventureiros”; de gente emprendedora, como su abuelo don Antonio, un hombre de casi dos metros de altura que a principios del siglo XX se internó a lomos de su caballo en las laderas andinas de la Patagonia a ganarse la vida comerciando pieles de guanaco con los indios mapuches. Luíntra, tierra de magos, que a toque de báculo transformaban las piedras del Sil en “mamoas” para amamantar a los dioses celtas.

De pequeña, durante los inviernos; se refugiaba tumbada, bajo las piernas de su abuelo, al calor de un brasero. Y allí, con sus papeles en el suelo, ya garabateaba y trazaba su mundo.

Esta costumbre de pintar “no chan” la conserva en la actualidad… yo la he visto pintar como bailando, porque su pintura es movimiento, es puro ritmo. Es expresión corporal traducida en pintura.

Ella arranca de la tierra los pigmentos y con experta maestría los mezcla en su crisol... entonces, se produce la gran metamorfosis: la conversión de los colores en sonidos, la transmutación en movimiento; en danza, en música … ¡ y otra vez esa explosión cromática!

Todo es una vorágine de transgresiones circulares, en su universo transmutante que nunca permanece quieto ni un solo instante. Esa variabilidad es lo que me sugiere esta gran artista.
Al final de todo: un “déjà vu” que siempre queda tras contemplar su pintura, como de haber vivido en el Nirvana, en la más absoluta alegría de principio de los tiempos… en otra dimensión del éter ya sentido… de la emoción sin más objeto que emocionar. Porque su pintura es música de los sentidos hecha realidad.
Has inaugurado una magnífica exposición en la Fundación Vicente Risco de Allariz.

En un momento me quedé solo en la sala. Como un paréntesis en el tiempo sonaba un piano lejano en la casa de don Vicente, mientras contemplaba sus lienzos. Aquella melodía armonizaba con la tremenda fuerza de su pintura. Sonaba en el piso de arriba y siguiendo el sonido, me dirigí por la escaleras arriba… muy arriba. Vi como las blancas teclas del viejo piano se hundían sin que nadie las pulsara… el sonido era alegría. Yo sabía que era el viejo profesor quien las percutía en un delirio mágico…
Y el sonido eran sus colores…

Era su misma fuerza.

¡El viejo profesor complacido estaba interpretándola!

¡Enhorabuena!

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