La de Ourense es una catedral finita, recogida, que no acumula demasiados espacios ocultos alejados de la mirada curiosa del visitante. Aun así, como escenario privilegiado que es, posibilita otras lecturas

Los secretos que la Catedral no desvela

En el patín exterior se acumulan lápidas y la campana del reloj.  (Foto: JOSÉ PAZ)
Servidor, que recoge de oficio una dispersión no exenta de curiosidad, se plantea esta vez una visita de privilegio alrededor de la Catedral, al escenario devoto cargado de historia, también a esos otros lugares que por su inaccesibilidad -restringidos al público por razones obvias- plantean una mirada furtiva aferrada en la excitación de lo prohibido.
No son muchos los espacios que se presentan alejados de la visión, del fisgoneo por la intrahistoria, entre otras razones porque la Catedral al no tener un claustro desarrollado en su día, mediados del s.XIII, por problemas de financiación, todos esos escenarios ocultos que en otras se presentan, aquí quedan reducidos.

La mano sabia y dispuesta del archivero canónigo Miguel Ángel González nos abre puertas que son como cofres, algunas infranqueables de origen, como la estrecha y enrejada con tres candados que separa la zona superior del archivo del resto, y que en tiempos, como es de imaginar, también custodiaba el dinero; otras también, pero ya no tan aparatosas.


A VISTA DE PÁJARO

En algunos escenarios la compañía es la del sacristán; en otros, las zonas más elevadas, desde donde la catedral goza aún de esa visión solemne y fortificada, uno camina más solo que la una, no se le puede pedir a nadie que se juegue el físico por satisfacer la curiosidad del prójimo.

Apenas hay zonas restringidas, pero ahí están. El archivo, cargado de pergaminos, partituras, cantorales, libros de actas, de rico pasado, un lugar imprescindible para cualquier medievalista; la Sala Capitular, luminosa y recogida tras el noble vestidor del cabildo, de paredes blancas y pinturas en el techo cuyo entorno refeja bien la pátina del tiempo en una institución de mayor influencia, otrora casta privilegiada en todo, no solo asesoraban al obispo, también fiscalizaban sus movimientos. 'Hoy es una institución a desaparecer -apunta Miguel Ángel González, canónigo archivero-. De los 19 que lo conforman, quedan 12 teóricamente en activo, dos de ellos de baja, el resto son jubilados'. El Museo Catedralicio, sito en la incompleta Claustra Nova, inacabada por problemas de finaciación en s.XIII, alberga desde 1958 numerosos tesoros plenos de notoriedad, como el Misal Auriense, que no es el mediático Códice Calixtino, pero sí es la publicación más antigua de Galicia, de 1494, que recoge en tricomía, sin ilustraciones donde distraerse, la música, los oficios y la liturgia. El Museo se presenta pleno de objetos de valor -arquetas, ajedrez de San Rosendo, la custodia del Corpus, el frontal de Limoges, la Cruz Preciosa- pero carece de didáctica, con un hacinamiento -recoge cuanto de valor deambulaba por la Catedral- que rompe cualquier contemplación en la mayoría de los casos.


SIN PASADIZOS SECRETOS

En la capilla de San Xoán hay un pozo con agua que desde la oscuridad presenta un aire salubre aunque ya no se usa, en los asedios -que fueron unos cuantos- garantizaba el suministro. La capilla contiene un retablo atacado por xilófagos cuyo origen está en la humedad del recinto; dos vidrieras de excepción nos iluminan desde lo alto. Durante mucho tiempo al lugar no se le ha conocido otro uso que el de trastero, también ha dado cobijo a alguna exposición, que en semejante entorno brillaba plena.

En la Catedral hoy no llueve, porque persiste la canícula y las tormentas se alejan de nosotros, lloverá cuando toque, y dejará como siempre su rastro de verdín entre las piedras porosas que revisten el templo, primero en las alturas, después hasta la parte baja de algunas columnas junto a la cabecera como ha ocurrido tantas veces cuando la lluvia persiste, recordándonos una vez más que las terrazas de las alturas, aquellas que me permitirán en breve deambular por ellas como si fuera un gato perdido, mantienen una belleza añadida sobre las techumbres pero demandan a gritos una acción correctora, las grietas de las cerámicas, las fisuras entre ellas son las causantes de las visibles filtraciones.

Como tantas zonas, el patín lateral exterior que rodea la nave y que arranca al norte junto a la capilla de San Xoán, se usa también de trastero; el lugar ha sido testigo de no pocas tropelías, como cuando grafitearon su entorno como si fuera una vulgar pared a pie de letrina. En él se recogen el conjunto de lápidas que figuraban en el interior, que mudaron de sitio cuando reformaron un suelo que se plegaba a la historia como un guante, a cambio de otro, el de hoy, anodino y práctico. Les acompaña una gran campana, del XVI, que con solemnidad daba las horas del antiguo reloj, cuyas piezas también fondean inertes en el fondo de alguna sala. La imagen de estas piezas valiosas a la intemperie duele, hay que decirlo.

El ascenso a las alturas no es capricho, es la mejor manera de comprender cómo sería desde arriba el escenario que también fue fortaleza. La subida a la torre del campanario, a la derecha del órgano, es siempre una experiencia interesante. Los 108 escalones de subida en pequeños tramos agotan, pero el final recompensa, a pesar del enrejado que recubre el perímetro y afea la visión y constriñe el conjunto. Menos escalones pero de mayor complejidad tiene la subida al cimborrio, en una estructura de caracol sin descanso y en dos alturas nos permitirá adquirir una visión inigualable de la nave central, y disfrutar de los grupos escultóricos alrededor de sendas balconadas de madera que no lo parecen, tiznadas por la pátina del tiempo. La acción ha de vencer el vértigo. En frente queda la torre del reloj, tan visible desde la plaza del Trigo: a su paso nuevamente una visión de terrazas por el deambulatorio, en dirección a los vinos; en las alturas el transitar es cómodo, también es fácil perder la orientación. La torre del reloj en su interior discurre simple, lo más visible la esfera.

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