OBITUARIO

Adiós a Julio Dorado, un hombre libre

Ourense. 16-02-17. Local. Foro La Región con Julio Dorado, José Luis García Sabrido e José García Buitrón
Foto: Xesús Fariñas
photo_camera Julio Dorado, durante un Foro La Región. // Foto: Xesús Fariñas
Fallece el aviador y escritor Julio Dorado, colaborador de La Región y Atlántico Diario, a los 67 años 

Julio Dorado nació en Vilardevós en 1953 y luego volvió a nacer en la Venezuela de los años setenta: allí emigró de adolescente, un día fue a unas clases de vuelo y ya nunca se volvió a bajar del aire. Él contaba que siempre vivió pegado a unas alas y los que tuvieron la fortuna de conocerlo pueden dar buena fe. A todos ellos deja tras su muerte un poquito más solos. También a sus lectores de La Región y Atlántico: iluminó durante años estas páginas como articulista y aquí se despidió hace un par de meses en un precioso artículo cuando ya se olía que el cáncer le había terminado de joder. 

El piloto Dorado vivió una intensísima vida en la tierra. “Si os contara todo lo que he hecho pensaríais que viví doscientos años” detalla en ese mismo texto, “El silencio del aviador”, antes de reafirmarse en lo que contó muchas veces: sus hijos fueron su gran orgullo. “Oro de ley y veinticuatro quilates de nobleza”, le gustaba decir y escribir al referirse a Julio César, Marco Antonio y César Augusto. El primero es abogado y los otros dos siguieron sus pasos en el cielo. Ellos, con Tere, sus tres nueras -Eva, Iliana y Silva- y sus nietos le recordarán siempre como un espíritu libre.

Porque la pasión siempre fue su brújula. Emprendedor, ya de vuelta en España montó Aeronaves del Noroeste (Airnor) en 1986 y rápidamente la convirtió en una referencia del sector: desde sus aeronaves en estas tres décadas grabaron imágenes para documentales -como “La mirada mágica”-, películas -“Los lunes al sol” o “Mar adentro”- o múltiples trabajos para La Región -"Pegadas no ceo" o "O país dos mil ríos"-; tomaron fotografías de naufragios y participaron en la extinción de incendios; desplazaron a futbolistas y empresarios en vuelos privados y a pacientes y órganos para trasplantar en servicio de urgencia. Era una de sus vidas, y aunque hace unos años dio un paso al lado nunca dejó de vivirla.

En paralelo -y siempre en el aire- Dorado iría entrando en otras mil. “La vida es una experiencia que he procurado vivir en primera persona”, contaba un hombre que fue instructor de vuelo y de paracaidismo, y que como piloto llegó a sumar más de 15.000 horas de vuelo. “He probado todos los placeres -narraba Dorado-. He flotado en las aguas del Mar Muerto, he hecho vivac en el Sáhara, he visto mil amaneceres, he sobrevolado la cordillera de los Andes, el río Mississippi y la cascada del Santo Ángel. He sido muy afortunado: colgado de punta a punta del cielo he disfrutado de la misma perspectiva de los dioses”. 

Esta forma de afrontar cada día -“el ahora es el cielo que tenemos”, decía- la reflejó de forma magistral en sus textos. No regaló nunca ni una coma ni un adjetivo, él se asomaba a la página en blanco igual que tomaba los mandos en la cabina. Relató mil aventuras -desde sus viajes con Antonio Banderas a su encuentro con los Stones o el rescate de media docena de vacas- y, cuando el cáncer penetró en su organismo, Dorado habló de la muerte a cara descubierta en artículos que son auténticas odas a la vida. “No puedo decir 'misión cumplida' porque aún me quedaba todo por hacer”, lanzó en su texto de despedida a esa fiel comunidad de lectores que pronto se formó alrededor de esos fragmentos de existencia y que hoy llora su pérdida. “A mellor compañía que pudieron ter os lectores deste xornal (…) Un traballo de ourive para ocultar o traballo de fundición”, destacó sobre él Monxardín en el artículo “Julio Dorado, o máis grande”. 

No, el piloto nunca se rindió. Ni cuando sabía que ya estaba todo perdido. En su entorno más íntimo cuentan que luchó contra la metástasis sin ceder ni un paso. Nunca se quejó. Nunca se desanimó. Nunca se conformó con la primera versión y afrontó el final, como cada etapa vital anterior, asumiendo su cara A y su cara B. “Todo hombre de mi edad lleva en su interior un cementerio de series queridos”, contaba perfilando sus alegrías y sus pérdidas. Dorado rio mucho y también le tocó llorar a familiares, amigos y compañeros de trabajo. Pero el balance, explicaba, le salió a ganar. En parte porque como destacan los que lo conocieron bien nunca se conformó con el camino fácil. Ese espíritu indómito y honesto es lo que, quizás, más llamaba la atención de él y de sus textos, escritos -confesó alguna vez- para acallar demonios. Gracias a todo eso, a su conjunto, sus lectores disfrutaban de su particularísimo estilo  y su familia y amigos saborearon una presencia inolvidable. Por eso su huella le sobrevive y perdurará en el tiempo. Julio Dorado, en fin, se ha marchado como siempre vivió -“Yo soy del viento”- y ahora sus cenizas volarán por el Cañón del Sil y las rocas de Mougás. Siempre libres.

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