Ligeratura

Vacaciones trabajosas

Una pareja surca en kayak las aguas esmeraldadas del Calanque d’En Vau, entre Marsella y Cassis. Ella sujeta aristocráticamente una sombrilla, mientras él rema bajo el estacazo del sol. La abnegación del macho gondolero sólo es comparable a la del macho retratista. Hay en la chica del parasol una actitud vacacional envidiable: se deja llevar sin más afán que contemplar el paisaje de acantilados que parecen dinosaurios dormidos. Justo así deberíamos dejarnos llevar por el verano, que boga a nuestro favor. 

Un par de canoas más han parado frente a la cala para fotografiarse por turnos con torcimientos posturales que presagian futuras hernias. Se zambullen en el móvil maravillados con el resultado, como si el macizo de Calanques estuviera en la pantalla y no en la realidad. Hay una tendencia a concebir las vacaciones como una súper producción que ha de granjearnos rédito virtual, a instrumentalizar el estío para publicitarse. No llega con bermudear en los parajes más hermosos, hay que contarlo. Se olvida que una cosa es veranear y otra decir que se veranea, como no es igual hacer el amor que contar que se yace. 

Nunca, ni siquiera con la colchoneta, la sombrilla, la nevera y el bingo a cuestas, las vacaciones han sido tan laboriosas como desde que se comparten en las redes sociales, esos hipnotizadores sin intención de despertar a sus hipnotizados. Se impone un tipo de ocio trabajoso, de vacaciones estresadas que apenas se distinguen de la cotidianidad, salvo en el marco. Hay que poner el despertador para arribar al paraíso antes incluso que Adán y Eva; estudiarse las guías que señalan los lugares más instagrameables; hacer fotos para luego borrarlas; grabar conciertos para no verlos; leer sobre restaurantes en los que no comer; perseguir las mejores puestas de sol para perdérselas mientras se mira a cámara. El tiempo se mide en selfis, por eso lo suyo ahora no es preguntar dónde se pasa el verano, sino dónde se posa.

Dice una encuesta que un 71% mira el móvil entre dos y cinco veces por hora durante su descanso. Si el kamasutra incluyera alguna postura con móvil, aumentaría la natalidad. Descartada esa excelencia vacacional que sería poder escapar de uno mismo, el asueto ideal pasa por olvidarse del teléfono, porque para que el verano sea verano ha de ser una tregua. Como la empresa se antoja difícil, quizá aparezcan hoteles para móviles donde un experto cuide de nuestro ego virtual como de un gatito. 

“El verano es siempre una vida postiza”, escribió Benedetti. No precisa más impostura. Es una estación para volver a hacer las cosas de una en una; para espantar la actualidad que moscardea; para ver sin los ojos miopes de la tecnología; para tumbarse en la arena celulítica y comprobar que no hay musas más prolíficas que las musarañas; para apurar los minutos de hotel con una siesta después del desayuno, que es una fiesta; para elegir restaurante por intuición; para preguntar por una dirección a un desconocido. Cuántos amores de verano se habrán perdido desde que no preguntamos por una calle o por la hora. 

Cada vez que nos sacudimos los pies en la playa corre el reloj de arena del verano. Pero, confinados entre los límites de la pantalla del móvil, el verano se pierde, porque nada mata el momento como el deseo de inmortalizarlo. Cómo no tener nostalgia de aquellos años en que para sentir que se vacacionaba bastaba cruzarse de brazos con un chancleteo distraído. Los mejores veranos no necesitan pruebas, solo el ligero bronceado del tiempo. Ningún filtro favorece más que la memoria.

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