Cantar do carro

Era en los altos de la sierra del Leboreiro, muy cerca ya de la raya con Portugal.
Desde el sitio donde descansábamos no alcanzaba a verse ni una aldea ni un rebaño, y sólo había delante de nuestros ojos una planicie terminal, levemente ondeada y con el suelo cubierto de hierba en unos lados y en otros de brezos de 'uz'. Y había también la soledad y el silencio: pero el silencio lo rompió de pronto el canto de un carro que sonaba muy lejos, dejando perder las notas graves y acusándose sólo en las agudas, que entraban y salían en el paisaje como entran y salen en la noche esos cohetes rojos que se encienden y se apagan. Y yo pensé que aquello no era el quejido del eje de un carro, sino el clamar del monte, que después de haber referido, en tono bajo, toda la larga historia de su plegamiento inicial y del lento rebajarse de sus cimas, y de haber descrito a los raros animales y a los hombres extraños que en otras épocas lo poblaron, desahogaba su corazón con sollozos; como un buen viejo que lamentara su perdida juventud.

Fue otra vez una noche en el valle del Arnoya y en una casa que se alzaba cerca del río. Frente a ella, y por la otra margen, pasaban los carros cargados de corteza de roble, que venían de la falda de la sierra de San Hamedo y marchaban hacia las tenerías de Allariz; y en la oscuridad aquellos carros eran sólo sonido, un sonido que se arrastraba con altos y con bajos, y que parecía salir de un violín descomunal, tocado por las manos torpes e inexpertas de un gigante. Pero yo pensaba que aquellos gemidos sucesivos que caminaban unos detrás de otros como larvas procesionarias, podían ser el saludo que los espíritus, los genios y las sombras de la negra noche hacían a sus amigos inmemoriales.

Porque nuestros carros campesinos son amigos de la paz nocturna y son casi tan antiguos como los genios y los espíritus. En la paz nocturna no abrasa el sol, ni pululan las moscas ni hay estorbos en las veredas, y el silencio, el aire fresco y el brillar de las estrellas son sólo para los animales enemigos de la cruda y cegadora luz, y para el chirriar de los ejes de madera, que debieron de oírse en nuestra tierra desde tiempos muy lejanos, pues la impronta de las ruedas que con ellos giraban quedó impresa sobre el suelo de roca de las callejuelas de los castros.

Ya sé que el cantar de los carros no agrada a todos; ya sé que un escritor francés, romántico y adezado, se crispó de horror cuando en el País Vasco lo oyó por vez primera; ya sé que en muchas ciudades había letreros prohibitivos y que se obligaba a enjabonar la madera chillona, y sé también que muchas personas que aguantan y hasta se complacen con el estrépito de los motores, con el zumbar de las máquinas, con los aullidos de los cláxones y con los silbidos de las sirenas, protestan airados si una carreta cantora pasa ante ellos. Porque sin duda para estas personas la carreta es ruralismo y atraso y los cláxones, los motores y las sirenas son esa cosa que llaman progreso.

Pero la yunta y el carretero aman aún con todo su corazón el canto del carro. La yunta, no se sabe por cuáles razones, quizá porque está acostumbrada a su sonar desde que las vacas y los bueyes fueron uncidos, quizá porque les ayuda en su tirar y acompasa, en cierto modo su trabajo. El carretero, porque también tiene su vanidad de oficio y, aquel canto, que arrastra lloros de plañidera, es el pregonero de su fama y el clarín de su triunfo.

Cuando pasa un carro cargado por las calles de nuestra ciudad la gente no repara en él. Lo mismo da que lleve hierba, o tojo, o leña, o manojos de mies, la gente no lo mira o arroja sobre su carga una mirada indiferente. Pero en la aldea ya no es así, porque en la aldea se sabe que el cargar un carro es un difícil arte que tiene su física y su estética, y que no todos aciertan a equilibrar los manojos, los haces o las ramas cortadas, y a colocarlos de manera que presenten al exterior superficies regulares y que levanten donde deben levantar y que bajen donde deben bajar. Y por eso el desfile de una de estas cargas montadas sobre un 'chedeiro' provocan admiraciones o críticas, o censuras y tiene algo de exhibición de un esfuerzo, de una habilidad y de una técnica.

Por la 'corredoira' estrecha marcha el carro bamboleante y gritador. Algunos creerán que se queja por el peso que soporta, y no es así; es que proclaman sus remotos orígenes, alaba los servicios que ha prestado a los hombres, cuenta su historia y dice de la gloria o de la torpeza de su amo. Y además de ello canta su himno a los árboles, a los campos sembrados, a los montes yermos y a las sierras lejanas.

Te puede interesar