Elogio del ajedrez orensano

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ace mucho tiempo que yo deseaba dedicar un artículo a mis queridos amigos los ajedrecistas orensanos, los mejores del mundo sin discusión y desde luego los más simpáticos.
No hay nadie que supere en ciencia, por ejemplo, a Sánchez, ni en picardía y gracia a Mathé, ni en potencia innovadora a Gutiérrez. ¿Qué es el genio de Morphi al lado del de Gutiérrez? ¿Es que el formidable americano inventó una 'teoría de las azafatas' comparable al del inefable orensano? Sánchez, Merino, Gutiérrez, Mathé, Pavón, Ernesto, Vázquez, Martín, Morais y Manolo Prego, Monjardín y Courel, Docampo y Fábrega, más otros notables jugadores, de cuyo nombre no estoy en este momento tan seguro aunque sí lo esté de su calidad, constituyen el equipo más extraordinario de cuantos existen, existieron y existirán en el mágico reino del ajedrez. A ellos vaya desde este Madrid de mis pecados mi cordialísimo saludo de ajedrecista nostálgico, como un feliz augurio del año que ahora empieza.

¿Por qué me gusta a mí jugar al ajedrez? Tal es el secreto que voy a revelar. El ajedrez es un juego frío, pesado, inútil, absorbente, fatigoso, pseudo científico, rutinario, enemigo del riñón, devorador del tiempo y de la vida; es, además, un juego pedante, que se imagina superior a todos los demás, una especie de académico de los juegos, con sus inagotables y arduos tratados, sus sistemas, sus teorías, su lenguaje cifrado, su pequeña historia, poblada de vulgares leyendas, y hasta con sus enemigos y partidarios acérrimos. ¿Puede pedirse algo más para hacer de él una cosa detestable? Y, sin embargo, el ajedrez es adorable y maravilloso, un verdadero país de las hadas, una Jauja incomparable, donde las casas y los bosques no son ya de turrón y de caramelo, sino de oro y marfil, de viento y fantasía.

Yo me paso horas jugando al ajedrez. Todavía hoy, que apenas juego. Y, como le ocurría a aquel monje del que hablan los poetas medievales, que se pasó trescientos años sin sentirlo oyendo cantar a 'unha paxaría', así se me van las horas a mí, desapercibidas, irreales, inexistentes. He tomado ahora una costumbre que antes me hubiera resultado inconcebible: la de jugar solo. Me habitué a ello cuando estaba enfermo. Entonces, el tiempo cobraba el aspecto de algo material y sólido, una suerte de saco de arena sobre las espaldas, que nunca se cae de encima, que no acaba de pasar. ¡El maldito tiempo! Pero llegó en esto el ajedrez, reapareció este silencioso y fiel amigo, y lo que no habían logrado ni las lecturas, ni los consejos, ni las juiciosas reflexiones, lo consiguió, sin el menor esfuerzo, el ajedrez. El fue mi gran compañero durante días y días, durante meses de quietud, amargura y dolor. Le guardo un profundo reconocimiento. Pero, ¿basta el reconocimiento para explicar la devoción? Sin duda, no. Los humanos somos, antes que nada, ingratos. Lo somos tanto por lo menos, como agradecidos. Y yo habría mandado al ajedrez a la porra, por muchos favores que me hubiera hecho, si no fuera porque alguna razón misteriosa, que reside en el propio ajedrez, y que no es, naturalmente, la que suelen figurarse sus aburridísimos y tontos panegiristas académicos, me liga a él inexorablemente.

A don Vicente Risco, el ajedrez le pone fuera de sí. No lo puede aguantar. No le perdona, sobre todo, que acabe con la conversación, esa sabrosa e incomparable conversación de sobremesa, pero en el café, casi tan buena como el mismo ajedrez. Le tiene tantísima rabia que ya, desesperado, decidió él mismo aprender a jugar al ajedrez, para no ser al menos una víctima suya y así también uno de sus verdugos. Pero al gran don Vicente le faltó para llegar a ser un verdadero verdugo ajedrecístico, un aniquilador de las tertulias coloquiales, el sentimiento radical e indispensable de ajedrecista primario que tiene, verbigracia, Gutiérrez y que tengo yo mismo, aunque no en grado tan eminente como Gutiérrez.

Con él, más que con nadie, me gusta jugar; y con él, más que con nadie, juego mis mejores partidas a solas. Generalmente, yo le gano; pero, de cuando en cuando, también él me derrota. Y entonces lo va contando a nuestros amigos: 'Lo derroté'. Y como sé que Sánchez a lo mejor no se lo cree, quiero afirmar desde aquí que es verdad, que alguna vez me gana a mí Gutiérrez.

Don Miguel de Unamuno escribió algo sobre el ajedrez. En síntesis, lo que él venía a decir es que el dichoso juego no sirve para fraguar una amistad ni siquiera un simple conocimiento: 'Fulano y yo ?decía- hemos jugado horas y horas'. Como a mi me sucede lo contrario, debo suponer que la incapacidad para la amistad estriba en don Miguel y no en el ajedrez. Muchos de mis grandes amigos me han venido por ese camino. Y a todos, me parece que a todos, los recuerdo además con verdadero placer.

Es este aspecto humano, además del mágico, lo que hace del ajedrez ?y muy especialmente del ajedrez orensano, único en el mundo, como he dicho- algo insustituible en nuestra vida. No es lo mismo jugar con unos que con otros. Y, desde luego, no hay nada parecido a echar una partida con Sánchez o con Merino o con Mathé o con Ernesto o con Pavón, o con cualquiera de los estupendos ajedrecistas orensanos que he citado y que no he citado, o con Gutiérrez, el inmenso, el único, el inmortal, el hombre extraordinario, a quien en unión de nuestros comunes amigos ajedrecistas me honro yo desde aquí en glorificar, anegado en nostalgias y 'morriñas', pero sin abandonar por entero la esperanza de que algún venturoso día, que espero sea muy próximo, pueda disputar con ellos una partida, reñidísima, comentadísima, participadísima, ruidosísima, y salpicada de intervenciones e ingerencias extrañas, bajo la indulgente mirada de Mardomingo, el único mirón de la Tierra, a quien yo, por su constancia, doy solemne categoría de ajedrecista orensano.

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