FLORENTINO LÓPEZ CUEVILLAS: Cuando vino el tren

El primer tren que pasó por Orense tenía una locomotora que hoy por lo pequeña casi parecería de juguete, y llevaba además unos vagones de menos tono y prestancia que los que en la actualidad se usan. Por todo ello su aspecto distaba mucho de ostentar la imponente majestad que prestigia a los trenes de ahora; pero esto no fue obstáculo para que la presencia del ruidoso convoy con su silbido estridente, su fragor de hierros en conflicto y su traza serpentiforme causara una profunda sensación a todo lo largo de este trozo del valle del Miño.
Aprendieron entonces las pobres hierbas de los ribazos a encogerse medrosas, para evitar el beso ardiente del vapor de la máquina; en los montes las matas de tojo y de brezo se echaron atrás atemorizadas por tan tremendo y desusado estrépito, y hasta los erguidos pinos tuvieron que sacudir sus copas para librarlas del humo que se le enredaba entre las ramas. Las casas de las aldeas abrieron asustadas, hasta desquiciarlas, las ventanas que le sirven de ojos, y las más cercanas a la vía, al ver avanzar sobre ellas el monstruo resoplante, sintieron tal terror que se le erizaron de pronto todas las tejas.

Huían lo mismo los animales del campo que los animales domésticos, como si en el tren adivinaran un enemigo, pero en cambio la gente acudía a las estaciones para contemplarlo de cerca cuando estaba parado, y si caminaba en ruta los hombres que trabajaban en los viñedos, las mujeres que iban y venían con sus haces y sus cestos, los niños que guardaban el ganado, cesaban en sus faenas y se alineaban al paso de la nueva maravilla saludándola con sus gritos y con sus gestos alborozados, como y si obedeciendo al cálido mandato del gran poeta, que para aquella ocasión cantara ilusionado:

“Vel-ahí ven, vel-ahí ven avantando
Comaros e corgas, e vales, e cerros
¡Vinde vela, mociños e mozas!
¡Saludaina, rapaces e vellos!

Corría el tren sobre sus lisos carriles, disfrutando de los halagos de aquella popularidad, que él creía merecida, pues mil veces le habían dicho que la riqueza, la sabiduría y el progreso eran sus inseparables compañeros. Corría el tren por las heridas recién abiertas de las trincheras y sobre los terraplenes no cubiertos todavía por el tapiz vegetal.

Dentro iban los viajeros, que, gozando del nuevo placer de andar aprisa, desdeñaban el paisaje, para fijarse sólo en los postes de telégrafo que semejaban perseguirse unos a otros; y delante marchaba la máquina fachendosa, soltando por la chimenea la fantasía de sus humos, pero bufante y silbadora al mismo tiempo, por la rabia que le daba el no poder lanzarse desatada por las carreteras, por los caminos y por los sembrados.

Pasaba el tren, siempre con el Miño al lado, que algunos instantes lo contemplaba curioso, con sonrisa experimentada de viejo caminante, pasaba frente a Reza y frente a Untes, miraba a Santa Cruz tendida en su ladera; a Castrelo y a Ventosela, que vigilaban sus vegas, y a las aguas del Avia y del Arnoya; se detenía ante los edificios de las estaciones, pequeños y calcados patriarcas, que aun no tuvieran tiempo de reunir sus tribus de casas de comerciantes, y aun recibía de trecho en trecho los honores que con su bandera enfundada le rendían los guardabarreras.
Es indudable que la mayor parte de los guardianes de estas barreras son hoy mujeres, y es de suponer que en los comienzos de nuestro tren orensano lo serían también. Plantadas delante de su cadena o de su valla, empuñando el símbolo e instrumento de su humilde oficio, estarían allí, vestidas con chambras guarnecidas de puntillas y con refajos amarillos o rojos, y con los pañuelos anudados en lo alto de la cabeza. Quizá alguna vieja cruzara el dengue encima del corpiño, quizá otra luciera una cofia de otros tiempos, pero todos compondrían muy bien con el paisaje de entonces, ingenuo y puro todavía, y no contaminado por el aliento de los núcleos urbanos. Porque el campo vivía aun su vida peculiar, se hallaba concentrado en sí mismo y muy distante de lo que no le pertenecía, y eran muchas las personas que, viviendo relativamente cerca de una ciudad, ignoraban las más de las cosas que con ella se relacionaban.
Y yo me pregunto qué pensarían aquellas mujeres de la rugiente novedad que ante ellas cruzaba hacia arriba o hacia abajo, llevando en su vientre pedazos del mundo para ellas inéditos: el mundo de los hombres azules y negros que iban en la máquina, el de los comerciantes que enviaban o recogían los fardos de mercaderías, el de las señoras elegantes y de los caballeros apersonados que a veces se dejaban ver asomados a las ventanitas.

¿Qué pensaban de todo esto las guardesas de los primeros tiempos de nuestro tren? Es posible que la cauta y juiciosa señora Avelina desconfiara que algún mal lejano podría venir de tanto ruido y de tal desatado correr. No es difícil que la tía Sabel, que conocía infinidad de raros sucesos de trasgos y de aparecidos, sospechara que quien movía la máquina era un diablo prisionero de un conjuro.
Pero vosotras, Felisa, Rosa o Sara, mozas en flor o en capullo, ¿qué era lo que sentíais? Curiosidad desde luego, pero algunas veces otra cosa, otra cosa que era un deseo apenas confesado de que el tren os arrancara de vuestra barrera y os sacara de vuestros trabajos y de vuestra estrechez, y os llevara lejos, hacia el mar o hacia el interior de las tierras, pero a sitios nunca vistos ni nunca soñados. Porque Rosa, Sara o Felisa eran jóvenes y hermosas; y desde Freya y desde Andrómeda, las bellas e inquietas muchachas han deseado siempre un poco el ser raptadas por los monstruos.

(Artículo publicado en LA REGIÓN en los años 60 y recopilado en el libro 'Cosas de Ourense' -1969-)

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