Los jardines al borde indeciso del recuerdo

uestra ciudad, sin duda, ha crecido, mejorado. Se ha fortalecido y no operan sobre ella el fatalismo y pesadumbre de antes, las variaciones y excesos estacionales, la distancia, ciertos miedos elementales. Antes los helados eran raro lujo y regalía. Un horror las calenturas veraniegas y otro el frío, en algunos lugares como el teatro y algunas oficinas, palpable y plástico. Ha perdido, no queremos decir 'en cambio', otras excelencias, como la cortesía y los jardines, porque son de los que no admiten equivalencia.
La decadencia de la cortesía, siendo proceso general, desalienta doblemente al sentirlo muy cerca y en el ambiente amado. No basta la exigencia económica a explicar la casi total desaparición de los jardines particulares. El concepto, valor y porvenir del solar quemó el jardín más que el solano, la sequía y la helada. La fiebre del solar alcanzó proporciones terribles y aun ridículas antes de los altos premios actuales. En el proceso de cristalización y solidificación compacta los jardines murieron aplastados y a los bajos de porvenir se sacrificó la región abierta y 'social' de la casa: la escalera.

No era fácil, no lo es hoy, señalar dónde comienza la finca y termina el jardín, y esta indecisión acrece el encanto de los caminos de rosales y las formaciones de cepas y parras. No había viña sin su inicio por lo menos de jardín. Era el umbral del gran paseo maestro y las rosas subían por los graves y hermosos 'estéos' a contrastar sus blancos y rojos con los suaves y ricos oros de la 'treixadura'.

No quedaba desamparada de la gracia y consuelo del jardín o de su insinuación afectuosa ninguna entrada ni apenas región de la ciudad. Se revelaban en la noche y el silencio jardines de día poco apreciados. Había verdaderos apasionados de las flores y su cultivo fino, como un médico ya viejo a fin del siglo pasado y célebre por sus salidas y ocurrencias. El Instituto se completaba al poniente con el huerto y jardín denominado por don Luis Vallejo y Pando el catedrático de Historia Natural que celosamente lo dirigía 'Jardín didascálico de cultivo lólico'.

Tupido de parras, espalleses y setos, rico en árboles ornamentales y frutales, prodigaba rosas hasta muy tarde y desde muy temprano. Sin duda al señor Vallejo se debe la inclusión del de Columela entre los bustos de glorias hispanas que decoran el paraninfo. Cuidaba del jardín 'didascálico' un jardinero de plantilla, Períanes, inteligente y trabajador.

En las regiones del Sur no faltaban otros jardines. No desamparaban la plazuela de San Cosme y los muros de la Cuenca. La leve y bella pesadumbre de una enredadera en una pared, la fragancia y el aliento del riego cuidado y amoroso, bastan a salvar un paisaje urbano, una hora de tedio. Rodríguez Sanjurjo, el poeta de algunos momentos y sensaciones orensanas, leyó y meditó mucho en el esquema de un jardín desarrollado en huerto. No sabemos si aún quedan a espaldas de la calle de Hernán Cortés y Cisneros alguno de los breves jardines que ampliaban salones bajos y disimulaban la desnudez de los muros.

El del antiguo palacio obispal es casi sólo un recuerdo con sus lilas y enredaderas sobre los muros finamente decorados por musgos y líquenes y en el del Padre Feijóo atacado, minado y mordido como una pieza enemiga, los viejos y nobles árboles empiezan a sentir su soledad y desamparo.

No faltaban caminos de mirtos y rosales alrededor del Campo de San Lázaro. Han muerto los dos breves y finos jardines que medían y animaban con su invitación gentil los 'tiempos' del desarrollo de la calle de Santo Domingo. Ya muy lejano el jardín de la 'Travesía', hoy cuajado de grandes casas, daba impresión a un tiempo de lujo generoso, de perspectiva noble con sus fuentes y grandes coníferas apacibles y consejeras en su exotismo, sus arrayanes y sus puertas decoradas. Ya pocos orensanos lo recordarán y pocos también el de breves terrazas ajustadas a la arquitectura de palacete rococó abierto como pintado abanico, de la calle del Progreso entre dos tumultos y composiciones campesinas, el Puente y su fielato y la Alameda magnífica del alto Campo del Crucero. Si el palacete recordaba Trianón, la arboleda, bellísima en la despedida otoñal, evocaba el bosque de Vincennes, sombrío y grave, el cruzado por J. J. Rousseau tantas veces.

Otros acompasados al tono del antiguo Orense podríamos recordar, como el de la casa de Obras Públicas con la floración de la Pasionaria. Hubiera gustado a Alfonso Karr, poeta muy de moda. Pidamos al Señor la pervivencia de algunos solitarios y meditativos árboles como el ciprés del Liceo. Y que las nuevas construcciones no ahuyenten por completo la flora y tapiz informalista de los tejados, nuestros pobres e imaginativos pensiles.

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