Florentino López Cuevillas

LOS PÁJAROS DE LA CAPILLA DE CRISTO

Hasta hace pocos años se conservó la costumbre, vieja costumbre sin duda, de colgar jaulas con pájaros en la Capilla del Santísimo Cristo, por los días de la celebración de su anual y solemne novenario.
Iba allí de todo: mirlos silbadores de pico amarillo, jilgueros de Montealegre con sus plumas matizadas de colorines, canarios timbres o flautas, educados para cantar como sopranos de ópera y hasta algún ruiseñor, con su vestido pardo y su aire desdeñoso de inimitable divo; y allí, en el primer cuerpo de la capilla donde las frondas de Fernando de Castro semejan ramallosas de fiesta aldeana, y donde los hábitos de los ofrecidos que colgaban de las paredes, hacían recordar a los labriegos que los vistieran, los pájaros encajaban maravillosamente, porque ellos también eran hijos de los campos como las ramallosas de las fiestas como los labriegos ofrecidos.

No venían las jaulas, ni sus líricos habitantes, de ningún palacio, ni de las casas de los ricos, o de los poderosos; venían, por el contrario, de lugares modestos y sin brillo; del balcón de la costurera que andaba cosiendo por las casas, del tenducho del zapatero de portal y de la pobre barbería de la esquina; y eran la costurera, el remendón y el barbero los que en los días de la novena iban a remudar el alimento y el agua a las aves prisioneras y los que limpiaban las pequeñas cárceles; y como el hacer esto y el privarse, siquiera fuera temporalmente de la compañía y del canto del jilguero y del mirlo, suponía un sacrificio, el Señor desde lo alto de su infinita gloria acogía con mirada benévola el homenaje que se le presentaba, porque en él intervenían además dos cosas que le son muy amadas: los pájaros de los campos y los corazones de los humildes.
El alado coro sabía que fuera llevado allí para cantar. Y por ello procuraba cumplir a conciencia su misión; y así casi no callaba en todo el día. En la misa de la mañana su canto acompañaba al del órgano, y era implorante en los Kyries y entusiasta y exaltado en el Sanctus, y después, en tono menor, hacía que un suave sonar de sus flautas y sus arpas envolviera a los devotos que rezaban en los bancos, y que diera alientos, en su dura tarea a los penitentes que daban vueltas alrededor del camarín de la santa Imagen; y al oscurecer, a la hora de la novena acompañaba de nuevo al órgano y excitado por los clamores del sermón, clamaba él también; y a veces parecía asentir y apoyar los conceptos del predicador y otras, airadamente, semejaba querer corregirlo o imponerle silencio.

Pero lo verdaderamente raro y sorprendente no ocurriría hasta la noche; entonces cuando la Capilla y la Catedral quedaban solitarias, cuando se extinguían todas las luces, menos las lámparas de aceite que alumbraban al Santísimo, empezaba la inenarrable escena. Era primero el ruiseñor, que siempre canta en la noche, el que lanzaba al aire sus notas; al comienzo en breves motivos arpegiados y luego en melodía brillante y apasionada, intensa y briosa, rica en acentos plenos y sostenidos, que iban a clavarse como saetazos estimulantes en las jaulas de los otros pájaros, en las paredes, en la bóveda y en los altares; y los otros pájaros terminaban por sacudir su sueño y por cantar también; y las innumerables avecillas que el maestro Fernando de Castro dejó ocultas entre sus frondas barrocas se unían al coro, y por último las diez sibilas, que profetizaron el nacimiento de Cristo, desde los entrepaños del balconaje donde están figuradas, rompían a decir musicalmente sus palabras oscuras y sabias. Y aunque cada una hablaba en su lengua y aunque cada pajarillo expresaba su sentir con su peculiar estilo, el conjunto resultaba de armonía irreprochable; porque el tema era único, porque lo mismo las sibilas que las aves alababan al Señor.

Y en el instante en que el sublime coral era más alto y más brillante las imágenes de las repisas y de los altares se conmovían y se animaban; y San Mauro levantaba los ojos de su libro y veíase cómo su luenga barba temblaba emocionada, y las caritas de los Inocentes sonreían complacidas, a pesar de los terribles tajos de la degollación, y hasta la Virgen Niña, cogida de las manos de San Joaquín y de Santa Ana, saltaba de gozo.

¿No habría posibilidad de resucitar esta antigua y piadosa costumbre? Yo creo que merecería la pena el intentarlo, aunque tan sólo fuera para distraer un momento a San Mauro, para hacer sonreír a los infantiles santos degollados y para que la Virgen Niña saltase de gozo cogida de la mano de sus padres.

(Artículo publicado en LA REGIÓN en los años 60 y recopilado en el libro 'Cosas de Ourense' -1969-)

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